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“ESPADAS CUAL CENTELLAS / FULGURAN EN JUNÍN”: Bicentenario de la batalla de Junín

Escribe: Freddy Centurión González (*)
Edición N° 1363

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A su llegada al Perú en septiembre de 1823, el general Simón Bolívar, presidente de Colombia, se enfrentó a un ambiente político complejo, con divisiones internas entre los líderes patriotas. En febrero de 1824, el motín del sargento rioplatense Moyano entregó las fortalezas del Callao a las fuerzas realistas, siendo Lima ocupada por los generales Monet y Rodil. Ante el peligro, el Congreso nombró a Bolívar Dictador del Perú por un año, con poderes extraordinarios para enfrentar la crisis, disolviéndose para dejarle manos libres.

La organización del nuevo ejército

Desde Trujillo, el Libertador tomó las medidas necesarias para reorganizar el ejército. Su opinión sobre los peruanos era desdeñosa, tras las pugnas sostenidas con los expresidentes Riva Agüero y Torre Tagle, afirmando que los peruanos “eran unos cobardes y que, como pueblo, no tenían una sola virtud varonil”. Para Bolívar, la caballería colombiana “es invencible”, la realista “buena”, y la peruana “inferior a la realista”, por lo que ordenó arbitrariamente entregar los caballos peruanos a los escuadrones colombianos, asignando a los jinetes nacionales caballos costeños, poco aptos para los parajes serranos. La acción de Junín demostraría lo erróneo del apasionado juicio del caraqueño: sin los hombres reclutados en el Perú, sin el dinero y joyas entregados (de grado o fuerza), sin el equipo y material de guerra fabricados en el norte peruano, sin las montoneras acosando a los realistas, no se habrían logrado las victorias finales de la independencia.

Para mayo de 1824, el Ejército Unido Libertador constaba de 10 mil hombres, entre peruanos, colombianos, chilenos y rioplatenses. La infantería estaba organizada en once batallones repartidos en tres divisiones: Vanguardia (segunda división colombiana del general José María Córdova), Centro (división peruana del mariscal José de la Mar) y Retaguardia (primera división colombiana del general Jacinto Lara). La caballería estaba bajo el mando del general Mariano Necochea, distribuida en dos divisiones: la colombiana del coronel Lucas Carvajal (dos escuadrones de Granaderos de Colombia y tres de Húsares de Colombia) y la peruana del general Guillermo Miller (un escuadrón de Granaderos de los Andes y tres escuadrones de Húsares del Perú). Entre las filas del ejército libertador, marchaban varios futuros protagonistas de la accidentada historia de la naciente República: Raygada, Salaverry, Pezet, Torrico, Bermúdez, Quiroz, Vivanco, San Román, Deustua, Castilla, Nieto, Caravedo.

La situación del ejército realista

En 1824, el Ejército Real del Perú, al mando del virrey José de la Serna, se sentía orgulloso tras los triunfos del año anterior. Sus unidades, compuestas mayormente por indígenas peruanos, estaban adaptadas al terreno de la sierra peruana, además de contar con jefes experimentados. Las fuerzas realistas se hallaban distribuidas en dos ejércitos: el del norte, con 8 mil soldados, al mando del teniente general José de Canterac, y el del sur, con 7 mil soldados, al mando del mariscal de campo Gerónimo Valdés. Sumando las unidades que el virrey mandaba en el Cuzco, y las guarniciones en distintos puntos del sur peruano, el Ejército Real ascendía a 18 mil hombres. Sin embargo, cuando la causa realista tenía la ventaja militar y moral y con Lima recuperada, sus propios defensores la debilitaron.

La pugna entre españoles liberales y absolutistas repercutió en el Ejército Real, ya que impidió el envío de refuerzos desde la metrópoli, y se trasladó a tierras americanas ya que el general Pedro Antonio de Olañeta, informado de la restauración absolutista en España, se sublevó en el Alto Perú en enero de 1824 contra la autoridad del virrey La Serna, cuyo ascenso irregular había sido ratificado por las autoridades liberales. Esta inoportuna rebelión mermó la capacidad operativa realista, y aunque oficiales como García Camba, insistieron en pasar a la ofensiva contra las mermadas fuerzas bolivarianas, Canterac se opuso, esperando realizar dicha ofensiva cuando fuese reforzado por Valdés, ocupado en lidiar con Olañeta. Esta situación devolvió la iniciativa al bando patriota y fue aprovechada por Bolívar.

A fines de mayo de 1824, el Ejército Unido Libertador emprendió una paulatina marcha a la sierra central, sufriendo los efectos del soroche. El 2 de agosto, Bolívar pasó revista a las tropas en Rancas, cerca de Cerro de Pasco, lanzando una vibrante proclama, motivando a sus soldados a vencer a enemigos con catorce años de triunfos, animándoles a luchar por la paz y la libertad, no sólo para América sino para inspirar a Europa y al mundo. Enterado de la presencia patriota, Canterac reaccionó y decidió marchar contra Bolívar buscando dar batalla en Pasco, sin embargo, la noche del 5 de agosto, fue informado que los patriotas marchaban hacia el sur, amagando con cortar sus líneas de comunicación con el virrey.

La tarde de Junín

El viernes 6 de agosto de 1824, sólo el lago Chinchaycocha separaba a los ejércitos en pugna: los realistas en la margen oriental, los patriotas en la margen occidental; ambas fuerzas marchaban hacia la pampa de Junín, al sur del lago. Hacia las 2 de la tarde, ambos ejércitos se divisaron. Notando que Canterac estaba adelantado en su retirada a Jauja, Bolívar, buscando una batalla decisiva, decidió fijar al enemigo en el terreno a través de un ataque de su caballería, ganando tiempo para que su infantería llegase al campo de batalla. Ordenó entonces que sus escuadrones dejasen las mulas que habían cabalgado hasta ese momento para no fatigar a sus caballos, y que montasen en ellos. El Libertador se instaló en una colina para observar las maniobras: primero marchaban los jinetes colombianos y rioplatenses, y finalmente los peruanos. Eran cerca de las 4 de la tarde.

A la distancia, Canterac advirtió la maniobra y decidió aprovechar la ocasión: ordenó que su infantería y artillería continuasen su retirada, mientras él caería con sus escuadrones sobre los patriotas antes que pudieran desplegarse o recibir el refuerzo de su infantería. Además, el terreno donde marchaba la caballería patriota era estrecho, por lo que debía llegar a la pampa de Junín para formar los escuadrones, para lo cual, debía atravesar un paso angosto entre un cerro y un pantano. Para no darles tiempo de organizarse, y pese a estar a casi dos kilómetros de distancia y al riesgo de perder el control de sus monturas, Canterac ordenó cargar. El choque “fue tremendo, horroroso. Alcanzábamos a ver que los caballos se estrellaban unos contra otros”, recordaría el general colombiano López. Los escuadrones patriotas fueron arrollados. El bravo Necochea quedó envuelto en la lucha, siendo herido siete veces y hecho prisionero. Sólo un puñado de los Granaderos de Colombia se abrió paso entre los realistas. Ante la aparente victoria de Canterac, Bolívar abandonó su puesto de observación para apurar el paso de la infantería.

“Todo se hallaba perdido”, recordaba el general Miller, “cuando la caballería peruana, puede decirse que dio la ganancia del día”. En efecto, producto del ímpetu de la carga realista, inadvertido por el terreno a los ojos del general español, el Primer Escuadrón de los Húsares del Perú, a órdenes del teniente coronel rioplatense Manuel Isidoro Suárez, quedó a retaguardia de las fuerzas realistas. Ante la crítica situación, se ordenó a todas las fuerzas de caballería el repliegue hacia la protección que podría brindar la infantería patriota. El ayudante de Suárez, mayor José Andrés Rázuri, apreció la situación del escuadrón, y lejos de comunicar la orden, sugirió a su comandante, que cargase contra la desprevenida retaguardia realista. Ya los realistas dominaban el campo, cuando los Húsares del Perú “se lanzaron sobre los vencedores que se hallaban asimismo en el mayor desorden y confusión mezclados con los vencidos. Reunidos estos con aquella masa de bronce que se hallaba en perfecta formación, cayeron de nuevo sobre los diseminados realistas, los acuchillaron horrorosamente, los obligaron a ponerse en pronta retirada, y les arrebataron el campo de batalla”, en palabras del historiador español Torrente.

Todo duró menos de una hora, sin que se escuchase un solo disparo, librándose únicamente la lucha a punta de sables y lanzas. Bolívar se hallaba ya apurando el paso de la infantería, cuando una nota de Miller le informó del triunfo. En reconocimiento a su comportamiento, al día siguiente, Bolívar dispuso que los Húsares del Perú fuesen conocidos como Húsares de Junín.

Los patriotas tuvieron casi 150 bajas entre muertos y heridos, de los que la mitad fueron de los Húsares del Perú, entre los cuales, figuraban el teniente Miguel Cortés y del Castillo, caído en la batalla, y el coronel alemán Carlos Sowersby, comandante del Segundo Escuadrón, muerto por sus heridas. Por su lado, los realistas perdieron casi 350 entre muertos, heridos y prisioneros; ello no implicaba la aniquilación de la caballería realista, sin embargo, como destacó el general García Camba, habían perdido “todo el favorable prestigio y la ventajosa reputación que había sabido adquirirse en tan gloriosas campañas anteriores”.

El triunfo de Junín consolidó la moral del Ejército Unido Libertador. El historiador José M. Valega apuntaría en 1946, y con justa razón, que “en Junín no hubo otra tropa vencedora que los 350 Húsares del Perú, montados en caballos ridículos en un pantano. Los mil magníficos caballos quitados al Primer Regimiento de Húsares del Perú, sólo sirvieron en la batalla de Junín para que los Húsares y los Granaderos de Colombia se salvaran de la persecución que sobre ellos emprendieron los Escuadrones españoles, formados en su mayor parte, como los nuestros, con cholos y negros del Perú”.

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(*) Abogado, investigador e historiador.

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