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TRES CASOS DEL PRIMER SIGLO REPUBLICANO: Atentados presidenciales en el Perú

Escribe: Freddy Centurión González (*)
Edición N° 1335

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El fin de semana, la presidenta Boluarte sufrió una agresión en Ayacucho. Al margen de la antipatía que despierta la displicente gestión que (al menos simbólicamente) preside la señora Boluarte, es condenable el ataque físico a quien ejerce el cargo más alto del país, generando dudas sobre la competencia de la seguridad presidencial. El apoyo, y hasta la justificación al ataque, no deja de preocupar puesto que el uso de la violencia es contrario a los principios del Estado de Derecho. A lo largo de nuestra historia, tuvimos dos presidentes asesinados en el cargo (Balta en 1872 y Sánchez Cerro en 1933). Además, cinco presidentes (Castilla en 1860, Manuel Pardo en 1874, José Pardo en 1908, Leguía en 1909 y Sánchez Cerro en 1932) sufrieron atentados de diversa gravedad. En este artículo, recordaremos tres de estos episodios.

¿Quién disparó a Castilla?

El mariscal Ramón Castilla fue sin duda el presidente clave del siglo XIX, que aprovechó los recursos del guano para financiar la construcción del Estado republicano. Sin embargo, sus dos gobiernos fueron distintos: “El primero, de 1845 a 1851, es de administración más que de política, de acción más que de palabra, de unidad nacional y no de partido, de carácter conciliador y no de combate. El segundo, erigido después de la revolución del 54, dura de 1855 a 1862 y es inicialmente de fuerte colorido radical para terminar como moderado”, escribiría don Jorge Basadre.

La ruptura con los liberales, luego de la rebelión conservadora de 1856-1858, despertó en ese grupo una gran antipatía contra Castilla, evidenciada con las silbatinas que sufrió tras su retorno de la campaña del Ecuador. Ya Castilla había sufrido un ataque en su propia casa por parte del coronel Antonio Florentino Villamar, mientras desmontaba el 20 de enero de 1855, defendiéndose a brazo partido. Detenido Villamar, confesó que actuó desesperado por el hambre, tras haber perdido su puesto por su lealtad al derrocado gobierno de Echenique, a lo que un conmovido don Ramón respondió entregándole todo el dinero que cargaba. Pese a todo, don Ramón no dejó la vida social en Chorrillos, ni abandonó la costumbre de pasear por el centro de Lima al anochecer. Y eso sería aprovechado por los exaltados liberales.

A las siete de la noche del miércoles 25 de julio de 1860, cuando el presidente conversaba con don José Calmet en la esquina de la calle Arzobispo (cuadra 2 del jirón Junín) hacia la Plaza Mayor, un jinete pasó a su lado y le disparó a boca de jarro al lado izquierdo del pecho. Al ver herido a Castilla, el agresor picó espuelas mientras arrojaba su arma. Todo lo que se vio fue un jinete alto, de raza blanca, con el rostro cubierto por una bufanda y abrigado con un poncho liviano. La bala solo atravesó el brazo izquierdo sin tocar hueso, y don Ramón caminó por su propio pie a Palacio, y luego a su casa para ser atendido. Herido Castilla, se hizo cargo del mando el Consejo de Ministros, presidido por el general Pezet.

Lo inquietante de este atentado fue el hermetismo que cayó sobre la identidad del embozado: se ofreció una recompensa de diez mil pesos por su identidad, pero nadie se atrevió a hablar luego que a un señor Delgado, que aseguraba haber visto el rostro del atacante, le arrojaron vitriolo (ácido sulfúrico) a los ojos dejándolo ciego. La pistola del atentado, de dos cañones (el segundo tiro no llegó a salir) y de fabricación francesa, fue sustraída del despacho del juez. Un caballero argentino, Tezanos Pinto, advirtió a Castilla la víspera del atentado, que se estaba complotando contra su vida, y el juez instructor le tomó declaración para que explicase cómo tuvo la noticia, a lo que Tezanos Pinto se negó, siendo arrestado y condenado a destierro, pena revocada por la Corte Suprema. “No es posible que hombre honrado, que ha cumplido su deber de lealtad para con Castilla, advirtiéndole el peligro, y que cumple luego su deber de lealtad para quienes le hicieron partícipe, casualmente, del secreto, sea condenado. Tezanos Pinto sale al fin de la cárcel. Y la sociedad lo aplaude”, juzgó don Carlos Wiesse.

Y no sería el último atentado contra Castilla. Meses después, en las primeras horas del viernes 23 de noviembre de 1860, un grupo de oficiales unido a jóvenes liberales liderados por José Gálvez, sacaron al batallón Lima, diciéndoles que irían a defender al presidente, asaltaron la casa de Castilla en la esquina de Divorciadas e Higuera (actual esquina de los jirones Carabaya y Cuzco), entablando un feroz tiroteo con la guardia. Castilla quedó acorralado en los altos de la casa, cuando el comandante retirado Pablo Arguedas salió al balcón de su casa, en la misma calle, y arengó a la tropa descubriendo el engaño, frustrando así el atentado.

¿Una caricatura premonitoria?

Manuel Pardo y Lavalle, primer presidente civil del Perú, vivió un ambiente convulso durante su gobierno entre 1872 y 1876. La crisis económica contra la que había alertado desde 1860, estalló bajo su gestión, agravada con los peligros internacionales al sur. Tampoco tuvo paz en el ámbito interno: conjuras, asonadas, montoneras, chispazos dispersos, eran constantes. Ya en diciembre de 1872, se descubrió un complot para volar el tren en que don Manuel viajaría a Chorrillos.

La prensa tampoco le dejaba respiro: “No hubo injuria que no se le infiriera ni abominación que no se le imputara. Una cuadrilla de mercenarios y aventureros se infiltró en las redacciones de los periódicos para derramar los insultos y forjar las calumnias”, escribió González Prada, crítico del civilismo. Incluso el 15 de agosto de 1874, el periódico satírico La Mascarada publicó una caricatura sobre la muerte de César en el Senado, colocando a Pardo en el papel del célebre estadista romano. Esta caricatura adquirió un matiz siniestro una semana después.

El 22 de agosto, cuando el presidente atravesaba la esquina de Palacio al portal de Escribanos, un grupo de hombres lo rodearon y uno de ellos, el capitán retirado Juan Boza, le disparó cinco tiros sin herir a Pardo, que desvió el revólver con su bastón, mientras abroncaba al agresor. Los edecanes del presidente forcejearon con el grupo de agresores hasta que se alejaron disparando al aire, lanzando vivas a la religión y mueras a Pardo, cuando vieron salir al trote de Palacio a la guardia con bayonetas caladas en los rifles. Boza sería condenado a quince años de prisión.

Las muchas revueltas dirigidas por Nicolás de Piérola contra el civilismo, hizo fácil creer en su vinculación con el asesinato de Manuel Pardo en la puerta del Senado en noviembre de 1878. Durante las investigaciones, Piérola estaba exiliado en Chile, por lo que su esposa, la austera doña Jesús, llegó a ser detenida y trasladada a la Prefectura, infringiéndole un humillante e inmerecido vejamen, lo que a su vez generó rencor y sospecha constantes entre ambas familias, pese a una momentánea alianza política en 1895.

¿Fue insulto o bofetada?

José Pardo y Barreda, hijo de don Manuel, fue presidente en dos ocasiones (1904-1908, y 1915-1919). Hombre elegante, solía caminar al mediodía desde Palacio a su domicilio para almorzar, acompañado únicamente por un edecán. Su gobierno tuvo numerosos méritos, como el impulso a la educación y el resurgir de nuestra marina de guerra, pero también marcó un creciente alejamiento entre el sentir colectivo y el sufragio, o vale decir, entre el país real y el país legal. Una muestra de este divorcio fue la rebelión de Augusto Durand en 1908, contra el proceso electoral de 1908, lo que llevó a la prisión masiva de miembros de los partidos demócrata y liberal.

Uno de los detenidos por la rebelión de Durand, fue el irascible Isaías de Piérola, hijo de don Nicolás. Al estar noventa días en prisión, los negocios de Isaías se vieron trabados, generando una comprensible irritación. Cinco días después de su liberación, la tarde del 9 de agosto de 1908, Isaías caminaba por el centro de Lima cuando se cruzó con el presidente Pardo, acompañado únicamente por el edecán y el prefecto de Lima. Entonces, en lo que Basadre calificó de un “acto irreflexivo y un desacato inconveniente y censurable”, Isaías insultó de palabra a don José y pretendió agredir físicamente al presidente, siendo frenado por los acompañantes del jefe de Estado; la vox pópuli (recogida por Luis Alberto Sánchez) sostuvo que Isaías llegó a abofetear al presidente dos veces, una por su madre y otra por él. En cualquier caso, el presidente Pardo ordenó a la policía la prisión del agresor, pero la torpeza del agente permitió la fuga de Isaías, que al año siguiente, lanzaría un atentado aún más audaz contra el presidente Augusto B. Leguía.

Aunque la violencia política ha sido parte de la historia de nuestro país, siempre es importante recordar que la resolución pacífica de conflictos y el respeto por los principios democráticos son fundamentales para el desarrollo y la estabilidad de una sociedad. Y tal es el desafío que debe afrontar la sociedad peruana, y lo que requiere también una autocrítica de nuestra clase política, cuyo derrotero egoísta hace recordar las frases de Piérola en su último manifiesto al país: “Y seguimos al abismo con ceguedad inconcebible”.

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(*) Abogado, investigador e historiador.

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