Antonio Raimondi ocupa una posición preminente entre quienes se dedicaron a la investigación científica en el Perú. Durante las cuatro décadas que el sabio italiano vivió en el Perú, hizo de la exploración de la naturaleza y geografía peruana, el objeto de su vida y el motivo de sus esfuerzos. Es lamentable que su bicentenario natal transcurra mientras nuestros bosques amazónicos, en los que el sabio tenía tanta esperanza para el futuro del Perú, son dejados arder en medio de una inconcebible indolencia.
La obra de Raimondi
Giovanni Antonio Raimondi Dell’Acqua nació en Milán, capital del reino lombardo-véneto bajo dominio austríaco, el 19 de septiembre de 1824. Nacido en una familia dedicada a la panadería, el joven Antonio tuvo inclinación temprana por los viajes y el estudio de las ciencias naturales, teniendo una formación en gran parte autodidacta, puesto que cuando viajó al Perú, carecía de algún grado académico o profesional. “Después de haber pasado revista a todos los puntos de Sur-América, me pareció que el Perú era el país menos conocido hasta hoy. Además, su proverbial riqueza, su variado territorio que parece reunir en sí, en los arenales de la Costa, los áridos desiertos del África; en las dilatadas Punas, las monótonas estepas del Asia; en las elevadas cumbres de la Cordillera, las frígidas regiones polares; y en los espesos bosques de la Montaña, la activa y lujosa vegetación tropical, me decidieron a preferir el Perú como mi campo de exploración y de estudio”, escribiría después.
En 1850, el joven italiano arribó al Callao. Protegido por el célebre doctor Cayetano Heredia, trabajó en el Museo de Historia Natural del Colegio de la Independencia, y luego pasó a dictar clases, a la par que empezó a emprender viajes financiados con sus recursos, hasta que en 1858, se aprobó un apoyo del Estado, encargando su cátedra de Botánica al doctor Miguel Colunga. Durante 19 años, entre 1851 y 1870, Raimondi recorrió los diversos rincones del Perú a pie, a caballo, a mula, a canoa y a vapor, a través de más de cuarenta mil kilómetros, tomando notas sobre la geografía, el clima, los recursos naturales, las ruinas arqueológicas, en la costa, en la sierra y en la selva. Raimondi apuntaría al recordar las fatigas de sus viajes: “Si es verdad que mucho había sufrido, recorriendo aquel mundo primitivo, puedo también decir que mucho había gozado; puesto que allí se habían verificado del modo más completo, los sueños de mi infancia, de ver aquellos empinados cerros, torrentosos ríos e impenetrables bosques en su estado más virgen, sin huella alguna de la civilización del hombre”. De las 195 libretas de apuntes manuscritos del sabio, más de 60 se conservan en el Archivo General de la Nación, siendo la base para la elaboración de su monumental obra, “El Perú”. El conocimiento que Raimondi trabó con la población indígena llegó a tal nivel, que don Antonio no llevó armas en sus expediciones, y años después, los indígenas lo visitaban en su casa cerca de la plaza Santa Ana en Lima para llevarle muestras naturales y minerales.
Concluidos estos viajes, Raimondi se estableció en Lima para organizar sus colecciones y preparar una obra que plasmase todo lo que recorrió en nuestro país, además de otros trabajos sobre el guano, el salitre, los minerales de Áncash, y las aguas termales de Arequipa. Su gran obra tendría el sencillo título de “El Perú”. Con el respaldo del Estado, en 1874 apareció el primer tomo donde recogió sus viajes y observaciones. El segundo y tercer tomo, publicados en 1876 y 1879 respectivamente, sintetizaban la historia de la geografía peruana. Los dos últimos tomos, editados en 1902 y 1913, fueron póstumos y versaron sobre estudios mineralógicos y geológicos. Y es que la guerra con Chile frenó la publicación de “El Perú”, llevando al sabio a momentos depresivos: “He dedicado mi vida al Perú, pero desgraciadamente los años pasan sin poder adelantar como yo quisiera a la tarea que me he propuesto de dar a conocer al mundo a este privilegiado país”.
La preocupación por el destino de su patria adoptiva, y la protección de sus colecciones naturales, no hicieron que Raimondi perdiese su fe en el Perú: “estoy plenamente convencido que ninguna época es mas propicia que la actual para dar á conocer las grandes riquezas naturales del Perú, las que bien esplotadas pueden ser fuentes de lucrativas industrias para sus habitantes y de engrandecimiento para el país”, escribió al presidente Iglesias en 1884. Cuando don Ricardo Palma emprendió la reconstrucción de la Biblioteca Nacional, Raimondi donó varios ejemplares de sus obras y un libro de Aristóteles de 1605. El afecto que aquel italiano sencillo y empeñoso ganó en la sociedad peruana, se manifestó con el hondo pesar que causó el fallecimiento de don Antonio en San Pedro de Lloc la noche del 26 de octubre de 1890.
Raimondi en Lambayeque
Desde septiembre de 1867, Raimondi emprendió viaje al norte del Perú, recorriendo los departamentos de Áncash, La Libertad (donde se incluían aún las provincias de Lambayeque y Chiclayo) y Piura. El 6 de junio de 1868, el sabio italiano dejó la provincia de Pacasmayo y llegó a la hacienda de Úcupe a través de “terrenos áridos, pero siempre con algunas matas de varias especies de Capparis, conocidas en el lugar con los nombres vulgares de Zapote de perro, Zapotillo ó Yunto y Bichayo, y con algarrobos muertos que permanecen parados en su posición natural”. Los cultivos de algodón, azúcar y arroz en Úcupe le motivaron reflexiones optimistas, para luego seguir viaje a Eten.
Las peculiaridades de la población de Eten llamaron la atención del italiano: “hablan un idioma distinto de los demas Indios del Perú, tienen costumbres especiales, no se mezclan con las demas razas y se mántienen desde tiempo inmemorial como aislados”. Raimondi llegó en medio de la epidemia de fiebre amarilla, lo que le impidió aclarar el origen de la población de Eten; de sus investigaciones y de la conversación con el cura de Eten, Dr. Manuel Farfán, declaró “absolutamente falso que los Chinos hablan en su lengua con los habitantes de Eten, y que se comprendan mutuamente Chinos y Etanos”.
Tras pasar por Monsefú, el 8 de junio, Raimondi llegó a Chiclayo, la que “acababa de salir de los dos peores azotes que afligen á la humanidad”: la guerra que el coronel Balta ganó en las trincheras chiclayanas y la epidemia de fiebre amarilla, que según el sabio, había causado mil víctimas en una población de diez mil habitantes. Al día siguiente, el italiano llegó a Lambayeque, escribiendo un célebre contraste entre ambas ciudades: “si actualmente Chiclayo progresa todos los dias, Lambayeque va al contrario, decayendo un poco”, añadiendo una sombría reflexión: “La poblacion de Lambayeque tiene en el rio que la baña su ruina y su sentencia de muerte, hallándose amenazada casi todo los años con inundaciones; y se cuentan casos en que el agua ha invadido una gran parte de la ciudad”. Faltaban pocos años para el desastre lambayecano de 1871. Sorprendía a Raimondi que pese a estar rodeada de “charcos y pequeñas lagunas de agua estancada”, Lambayeque no fue atacada por la fiebre amarilla que arrasaba las poblaciones cercadas.
Acompañado por don Manuel María Ízaga, Raimondi realizó diversas excursiones en los alrededores de la población, visitando la huaca Chotuna y las ruinas denominadas Lambayeque-viejo. En este último lugar, contrariando la tradición de una población anterior al Lambayeque actual, el sabio halló “las ruinas de una pequeña iglesia y de algunas paredes situadas mas allá; pero bien por falsedad de la tradicion, ó por que el pueblo fue muy reducido, lo cierto es, que no se notan sino unas pocas paredes, que parecen haber pertenecido á una sola casa”.
Tras visitar Mórrope, Pátapo, Capote, Picsi y Tumán, Raimondi arribó a Pátapo, “la reina de las haciendas del valle de Lambayeque”, propiedad del chileno José Tomás Ramos, y luego a Pucalá, hacienda arrocera de propiedad de Ízaga. De allí, siguió viaje a Chongoyape, poblado de “temperatura muy elevada”. La vegetación, apreció Raimondi, “aunque no muy abundante, es enteramente distinta de la de la parte Sur y central del Perú”. A través de las serranías, Raimondi se internó en el departamento de Cajamarca, donde recorrió la ciudad de Cajamarca y sus alrededores, además de los minerales de Hualgayoc y Chilete, para luego bajar a la costa a través de Niepos, Nanchó y Culpón, a través de “un llano seco con árboles de palo santo (Guaiacum), y zapote (Capparis)”. Este camino condujo al sabio a las ruinas de Saña; si un viajero se preguntase por el cataclismo de Saña, reflexionaba un apesadumbrado Raimondi, “comprenderá luego que esta accion destructora es debida á aquel devastador é incontenible elemento, el agua, que da la vida y la muerte al mismo tiempo, transformando un desierto en un lugar habitable y de delicias, con su accion lenta, benéfica y vivificadora; y causando la desolacion, la ruina y la muerte, cuando se arroja de improviso sobre un lugar lleno de actividad y de vida”.
Tras pasar por los “ruinosos ranchos” de Reque, asolados por la fiebre amarilla, el 3 de agosto de 1868, Raimondi regresó a Lambayeque, notando el cambio invernal del clima: “hallé su clima enteramente cambiado, tanto las mañanas como las tardes el cielo se hallaba cubierto y se experimentaba una sensacion de frio. Al caer el sol se levantaba un viento frio del Sur que duraba toda la noche”. Días después, el 13 de agosto, mientras un devastador terremoto arrasaba el sur peruano, don Antonio apuntó un constante aumento en la presión atmosférica y los maretazos intensos en San José.
El 18 de agosto, Raimondi viajó a Ferreñafe, siguiendo por Mochumí, Túcume, Íllimo, Pacora, Jayanca, Motupe y Olmos. Luego viajó a las haciendas de Mayascón y de Batán Grande, destruida en medio del desorden político posterior a la caída del gobierno de Prado. Tras pasar por Tocmoche y Cachén, Raimondi llegó a Incahuasi, donde “no pude notar ningun resto de edificio que justifique el nombre”, criticando la superstición de los pobladores que “tienen una especie de temor á las lagunas de la Cordillera”, continuando viaje al departamento de Piura a través de Canchachalá y Penachi.
(*) Abogado, historiador e investigador.
“Ojos bonitos, cuadros feos", de Mario Vargas Llosa, en versión y dirección de Carlos Mendoza Canto, será puesta en escena por Artescen Producciones este viernes 27 de septiembre a las 7.30 p. m., en la sala escénica del Centro Cultural Ochocalo.
La obra cuenta la historia de Rubén Zevallos y Eduardo Zanelli en su primer encuentro (uno militar de la marina y el otro, un prestigiado crítico de arte y homosexual reprimido), situación que ubica a los espectadores como testigos de su historia en común; Alicia, un personaje al que conoceremos por los relatos de los protagonistas y que, a pesar de ellos, no pueden verla, marcará el punto de giro de la historia, pasando del jovial flirteo inicial, hacia el caos melodramático, en tufo de justicia. Durante el desarrollo de las escenas, Rubén y Eduardo se enfrentarán a los fantasmas de su pasado cargados de interpretaciones radicales, rencores y diferencias, logrando que su reunión se convierta en toda una desgracia.
La obra es una reflexión sobre la relación arte y la vida, que explora asuntos relacionados con el arte, la condición del artista, la naturaleza del arte, el origen del talento artístico, la vaciedad de la crítica y lo relacionado con los juicios de las críticas. Su primer estreno vio la luz en la ciudad Lima, el 4 de julio de 1996, en el teatro del Centro Cultural de PUCP, dirigido por Luis Peirano, con Salvador del Solar, Hernán Romero y Mariana de Althaus. Posteriormente se han realizado varias puestas, tanto en lima como el extranjero.
Trabajo arduo
El director Carlos Mendoza señala que producir una obra teatral implica muchísimas cosas, entre ellas escoger la obra, elegir a los actores, coordinar los tiempos, y resolver las necesidades de producción; escenografía, vestuario, utilería, iluminación etc., dentro de la realidad, economía y las condiciones del espacio escénico a utilizar, sumado a ordenar nuestras vidas, en el interior de nuestras propias familias y los otros ejercicios profesionales.
“Llegar a este estreno es cristalizar con satisfacción, solvencia y mucho amor todo lo antes señalado, sumándole su principal activo, intangible y necesario de “voluntad”, esa potencia mágica de energía interior que nos hace realizar todo aquello que deseamos, soñamos y decidimos; en este caso, en la búsqueda de la recompensa del estreno, en el encuentro convival - reflexivo con nuestros espectadores”, indica.
Refiere que llegar al estreno de “Ojos bonitos, cuadros feos” es reconocer el acto voluntario y el deseo de volver a experimentar un proceso de creación junto a compañeros – amigos, en confianza.
“Esa es la relación que tengo con el entrañable y apasionado actor argentino Pablo Tur, saldando, de este modo, las deudas anheladas de volver a trabajar juntos, después de Ata2 y El Cruce sobre el Niagara, de Alonso Alegría, realizado en el 2016, respondiendo, en el presente, a esa decisión surgida a principios del presente año; con Ali Cabanillas, actor de cine regional y exalumno del taller de teatro de Ochocalo Centro Cultural, de quien tengo gran admiración por su intuición de actor y por sus fervientes ganas de seguir creciendo artísticamente; con Liznarda Cruzado, destacadísima actriz de Artescen producciones y TUSAT, además de esposa mía, con quien comparto no solo el amor por el teatro, sino porque, junto a nuestros hijos, tenemos nuestra especial vida familiar; con José Ordoñez, también actor del colectivo artístico universitario TUSAT y Artescen producciones, esta vez, dedicado a la producción, la cual la realiza con suma convicción, un verdadero equipo humano de mucho enriquecimiento y disfrute”, detalla.
Serán 4 las funciones que se realizarán los días: viernes 27 y sábado 28 de septiembre y viernes 4 y sábado 5 de octubre a las 7.30 p.m. en Ochocalo Centro Cultural. El público objetivo es adultos, desde los 16 años.