En el periodo de vacaciones escolares, meses de enero a marzo, los niños practicaban diversos juegos como “bolitas o chapitas”, el trompo, la rueda, las escondidas, el “mata gente”; pero la distracción más importante eran los partidos de fútbol, en realidad fulbito que se realizaban en cualquier espacio propicio como un descampado, una cuadra de calle ancha o un parquecito propicio. Este periodo de vacaciones largas coincidía con el periodo de lluvias, propio de la serranía, y entonces se desarrollaba una tensión entre los partidos de fulbito y las lluvias, como lo contaremos más adelante.
Una de las tantas tardes de este tiempo de lluvias y a eso de las 4 de la tarde se concentraban los jugadores que promediaban los 10 años, teniendo la pelota al centro se tomaba la decisión de jugar un partido, rápidamente se conformaban los dos equipos, tratando de equilibrar las fuerzas y las disputas era cómo tener en el equipo al jugador estrella y, en caso contrario, como compensar esa situación. Realmente no había equipos estables, se constituían al momento y se desintegraban al terminar el partido. Tampoco había árbitros porque ya se había generado un consenso sobre faltas, sobre códigos de conducta y el fin del partido era “hasta que se anochezca” o hasta que el distintivo silbo de don Manfredo Alva o Víctor Díaz obligaban a retirarse a buen número de jugadores.
Ya iniciado el partido, y aprovechando una parada circunstancial, se escuchaba la voz de algunos de los jugadores:
- “Miren esas nubes, parece que va a llover” - gritaba señalando con su mano a la nube que pintaba como una real amenaza
Para nosotros no era algo deseable que lloviera justo a esa hora, no era algo que debe suceder inevitablemente y malograrnos el partido, era más bien un problema en potencia, algo que se podía evitar, algo que podía ser detenido y los enrazados niños casi decían “con nuestro partido no se metan”. Detenido el partido todos analizaban, muy serios el horizonte, fijaban la mirada en las nubes que avanzaban cargadas de agua (por el color negruzco que lucían), se recogía con la mano un poco de tierra en polvo y dejándola caer desde la altura de la cintura se comprobaba la dirección y fuerza del viento. Con estos elementos de base se hacía una rápida consulta entre jugadores y aparecían entonces los “expertos” en nubes y en lluvias que daban su opinión autorizada
- Si esas nubes son de lluvia --- exclamaba uno de los niños y luego agregaba --- “y puede llover y malograr el partido”
Los niños de nuestra serranía saben enfrentar estas situaciones de la naturaleza y lejos de amilanarse, lejos de suspender el juego, están más que dispuestos a dar la lucha en base a sus saberes tradicionales que, a esa temprana edad, entre los 7 y 10 años, están todavía allí, no contaminados por el modernismo, por la racionalidad. Se veía entonces que los integrantes de ambos equipos se congregaban en un lugar de la “canchita” y formaban una especie de arco humano compacto, direccionado hacia las amenazantes nubes que avanzaban en dirección a la ciudad de Cajamarca, y mientras se contaba el “uno … dos” llenaban sus pulmones con todo el aire que podían para que al sonido de “¡tres!” soplar con todas las fuerzas posibles en dirección a las nubes. Repuestos del primer soplo, se volvía a repetir el ritual dos veces más. Se lo hacía con tanta convicción, con tanta fuerza, con tanta seguridad propia de niños que creían firmemente que, con el soplo comunitario, al mismo tiempo y lanzado con tanta fe … haría el milagro de detener a las nubes. Mientras operaba el ritual se reanudaba el partido porque no había más tiempo que perder.
Entonces se producía un hecho sorprendente: la imagen de un grupo de niños abrazados y empeñados en jugar su partido, el soplido de cada uno de ellos, con toda la fuerza que les permitía sus pequeños pulmones, lograban convertirse en una ráfaga de viento, realmente tres ráfagas, que lograban llegar hasta la nube y frenar su viaje hacia la ciudad y, de paso, contener al viento que la empujaba en otra dirección. Contenida la nube, no importara si descarga su líquida carga en cualquier lugar, pero no en el lugar que se jugaba el partido.
Luego del ritual de los soplidos y, gracias a ello, los niños seguían jugando “hasta caer la noche” o hasta escuchar el fuerte silbido y entonces era el momento de despedirse con una frase que era un desafío y una promesa: “nos vemos en la próxima”
Nadie se explicaba donde aprendieron ese ritual, nadie recordaba que alguna persona mayor los instruyó. Se trata de esos aprendizajes y sabidurías de niños que solo ellos lo saben y lo practican y que suelen olvidarlos o simplemente dejarlos de practicar. Digo yo, quizás la cercanía con poblaciones originarias de Cajamarca les transmitió la creencia de que es posible influir en la naturaleza mediante rituales especiales como el soplo comunitario de esos niños de Cajamarca … de esos tiempos.
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*Instituto de Desarrollo Regional – INDER
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