El machismo se resiste a la derrota. Las realidades más antiguas tienen las raíces más profundas. Desde hace un tiempo en que las reivindicaciones igualitarias han tenido ciertos progresos, surgen voces de resistencia –incluso femeninas– que, entre la ferocidad y la paranoia, buscan preservar los privilegios masculinos con un extraño terror hacia algo tan justo y civilizado como la idea de que todas las personas, todas, son iguales.
¿En qué momento del camino empezamos a hacer nuestra esta mentalidad que, con argumentos tan superficiales, interpreta la diferencia biológica parcial entre varón y mujer como una desigualdad no de características sino de categoría humana? Según la experta en antropología evolutiva Ruth Mace (University College de Londres), su origen se sitúa en la aparición de la agricultura y el pastoreo hace miles de años. La acumulación de cosechas y ganado de esta nueva economía demandó un mayor uso de la capacidad física para su acarreo, su almacenamiento y, sobre todo, para su defensa ante la codicia de otras tribus.
En El cáliz y la espada. De las diosas y los dioses: culturas patriarcales, Riane Eisler demostró, por su parte, que el machismo no es inherente a nuestra especie y carece de sustento natural. De hecho, con anterioridad a la agricultura la humanidad rindió pleitesía al cuerpo femenino como principio de la vida y símbolo de la generación del universo.
En términos conceptuales, el machismo empieza exactamente cuando se toma la ventaja mecánico-motriz del cuerpo varonil como un valor absoluto. Como dice Yuval Noah Harari, en rigor no hay un solo tipo de fuerza. Incluso ellas superan a ellos en resistencia al hambre, el dolor, la fatiga y la enfermedad.
Además, toda mujer experimenta en la pubertad los cambios que la preparan para la maternidad, al margen de que finalmente ésta se consuma o no. Ser madre no hace a nadie ni más ni menos mujer, pero sin duda la aparición de una nueva vida supone, dentro del cuerpo femenino, una extraordinaria sincronización de funciones que comporta una enorme capacidad organizativa. Una virtud física totalmente vedada al varón.
La supuesta debilidad
De cualquier modo, el machismo es el producto de una comparación interesada que proyecta sobre la feminidad una debilidad que, contra toda evidencia, involucra ya no solo el rendimiento mecánico-motriz, sino también la inteligencia, la voluntad y las emociones. La mujer ya no es solo débil para cargar piedras o troncos de árboles, sino que lo es por completo y por el solo hecho de ser mujer.
Por su parte, consciente de su presunta preeminencia, el varón adopta responsabilidades sobre la mujer a la que juzga como delicada y desvalida. Un ser que solo puede aspirar a ser o parecer bella o, tal vez, a merecer esa extraña dignidad –tan conveniente a él, además– de ser vista como la “reina del hogar”. Dominio fuera del cual es por completo insignificante, justo porque se halla fuera de su lugar específico.
El varón machista cree ejercer una autoridad sobre la mujer a la que protege hasta “de sí misma”. Padre, hermano o novio están facultados para ejercer sobre ella el control y, llegado el caso, la corrección violenta. La mujer que desacate su deber es “ingrata” y su rebeldía ofende al varón machista que, por lo demás, curiosamente canta con despecho: “si me dejas, me mato” o “me dedico al alcohol”.
Impacto sobre el varón
Ocurre que la estridencia de esta injusticia es tan fuerte que termina, sin embargo, por opacar el hecho igualmente grave de que, antes de perjudicar a la mujer, a la familia, a la crianza de los hijos y a la sociedad en su conjunto, el machismo empieza por socavar al propio varón.
Como dice la especialista en psiquiatría Anne Maria Möller-Leimkühler, esta mentalidad coloca sobre los hombros del varón la obligación de ser o parecer “fuerte, racional, dominante, competitivo, invulnerable y positivo”. Parámetros que no siempre es posible contentar. Agobiado por estas expectativas, el varón se halla poco preparado para aceptar la frustración, el desempleo y la derrota. Como “los chicos no lloran”, a ellos se les educa para negar sus dolencias físicas o mentales. Autonegación que inevitablemente causará estragos con el tiempo.
Obligado a tener peleas y borracheras, a correr riesgos inconvenientes y una iniciación sexual temprana que no necesariamente quiere tener, el chico vive el atenazante miedo de no parecer suficientemente “macho”. Con el fin de sobrevivir por medio de la pertenencia y el estereotipo, termina por torcer su crecimiento y abandonar para siempre la armonía en su desarrollo.
Y qué poco ayuda a su carácter y maduración la crianza machista que lo disculpa por ser sucio, brusco y prepotente. ¡Qué puede esperar un país de los deberes de sus ciudadanos si sus instituciones siguen creyendo que una violación sexual inculpa más a la mujer que viste provocadoramente que al varón que ha perpetrado libremente ese delito! ¡Y cuántos abusos padecidos (de orden sexual inclusive) han callado generaciones de varones por culpa del juicio social!
Asimismo, ¿qué clase de empoderamiento puede provenir de la exoneración familiar de las tareas domésticas, que en rigor conciernen al hijo tanto como a la hija y como a cualquier habitante de una casa? ¿Qué clase de perfeccionamiento personal puede producir la creencia de que el muchacho, luego adulto, se halla totalmente exonerado del deber tan humano de dirigir a sus semejantes comprensión, empatía y ternura? Todo ello no puede sino convertir al varón en un “mutilado práctico y emocional”, incapaz de valerse por sí mismo, de entender al prójimo y de asumir su papel idénticamente responsable en las relaciones conyugales y en la crianza de los hijos.
Como dice Möller-Leimkühler, es revelador que el porcentaje de hombres que recurren al suicidio dobla y hasta multiplica el de las mujeres en diversos países de occidente, lo que, sin duda, tiene que ver con una imagen de masculinidad que inflige a los varones una presión abrumadora. Ellos, dice esta autora, “lidian con sus conflictos emocionales externalizándolos con hiperactividad en el trabajo, haciendo deporte, consumiendo alcohol de forma adictiva, o conduciendo de manera peligrosa para disminuir su ansiedad y para mantener la fachada masculina”.
Y agrega: “la búsqueda de ayuda se ve como un indicador de la falta de masculinidad, así que muchos hombres se convencen de que tienen que resolver sus problemas por ellos mismos y no hablan de lo que sienten”.
Sin embargo, más allá de los estertores que este maligno modelo social muestra en las repulsivas bravatas de ciertos personajes públicos (Trump, Putin, Elon Musk, etc.), vivimos un tiempo de esperanza que no se limita, por ejemplo, a la habilitación cada vez más extendida de cambiadores de pañales de bebés en los baños de varones en centros comerciales y aeropuertos. Yo mismo empiezo a ver en mis alumnos la capacidad para cuestionar lo que hasta hace poco parecía indiscutible.
Una luz prometedora se enciende a lo lejos cuando, en patios de juegos infantiles donde se divierten mis hijos pequeños, veo a cada vez más padres jóvenes que acompañan amorosamente a sus pequeños ejerciendo, así, una inédita paternidad despreocupada y feliz, infinitamente más saludable y natural.
(*) Filósofo, escritor y docente.
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