La insigne educadora chiclayana Rebeca Sarmiento Cabrejos se adelantó a su tiempo. Nacida en 1915 fue no solo fundadora de reconocidas instituciones de enseñanza del nivel básico y superior que perduran hasta nuestros días, sino también una de las promotoras de la participación de la mujer en la política nacional.
“Para mí es un orgullo, un honor, un privilegio ser su nieto. Fue una mujer que entregó prácticamente toda su vida a la enseñanza en Lambayeque, a forjar nuevas generaciones docentes para el departamento, al fundar la escuela normal hoy Instituto Superior Pedagógico Sagrado Corazón de Jesús. Su convicción siempre fue formar una escuela de mujeres para Lambayeque”, refiere Manuel López Baca, su nieto.
Rebeca Sarmiento aprendió de sus maestros Karl Weiss y Nicolás La Torre García, estudió en el Instituto Pedagógico Nacional egresando con la especialidad de Ciencias Matemáticas y regresó en 1945 a Lambayeque para asumir la dirección del Centro Escolar de Pimentel “Jardín de la Infancia N° 52”.
Fue una de las primeras mujeres en sumarse al Movimiento Democrático Pradista y en 1953 fundó el colegio de particular de mujeres Santa Magdalena Sofía, logrando años después que se disponga la creación de la escuela normal de Chiclayo.
“Mi abuela fue con todos sus nietos una niña más, siempre fue muy sencilla y carismática, cariñosa y bondadosa, noble en todo el sentido de la palabra con todos los que la rodeaban. Hubo mucha gente que la quiso. Fue además muy religiosa. Recuerdo que me ayudaba mucho a aprender las matemáticas, yo nunca fui muy dado a los números, pero cuando ella me enseñaba era como hacer educación física. Tenía una paciencia única”, comenta.
Además de la Escuela Normal de Chiclayo (hoy Instituto Sagrado Corazón), donde fue directora durante 14 años, fundó el colegio Santa Magdalena Sofía, ya a cargo del Estado; el Mater Admirábilis; el Colegio Santa María Reina, con ayuda de las Franciscanas de la Inmaculada Concepción; el San Pedro de Lambayeque y sentó las bases de la Universidad Nacional de Lambayeque, que luego se fusionaría para dar nacimiento a la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo.
“Toda su vida estuvo dedicada a la enseñanza, a formar nuevos docentes, a incrementar la población estudiantil en nuevas casas de estudio”, destaca.
En 1960 recibió las Palmas Magisteriales en el Grado de Amauta y en el 2008 recibió el homenaje póstumo del Congreso de la República.
Rebeca Sarmiento también tuvo una destacada labor institucional. Perteneció al Rotary Club, la Mesa Redonda Chiclayana, el Instituto Sanmartiniano, el Club Unión y Patriotismo y fue presidente de la Asociación de Exalumnas de la Normal San Pedro.
Se casó con Armando Baca Rossi, con quien tuvo ocho hijos, entre ellos Zoila Baca Sarmiento, madre de Manuel.
De Guillermo Baca Aguinaga pueden encontrarse cientos de escritos. Ya sea como político o como educador, el ‘amauta’ fue un hombre que a los países donde fue, principalmente Alemania, siempre llevó a Lambayeque en su corazón.
Víctor Baca Minetti, sobrino de Baca Aguinaga, sabe que llevar ese apellido es algo que pesa, pues sus ancestros han sido personajes notables de Lambayeque. Además de su tío Guillermo, en su familia destacan José Baca, un gran médico traumatólogo; Adriano Baca, alcalde de Lambayeque; Jorge Baca, un gran empresario; don Víctor Baca, diputado, entre otros.
“La familia Baca es un tronco bastante conocido en Lambayeque y no es algo que lo diga yo o algún familiar, sino porque todos los que nos han conocido siempre se han expresado de forma positiva, refiriéndose a nosotros como gente trabajadora, honrada, y de hecho en eso mi tío Guillermo Baca aportó bastante”, revela.
De las largas charlas que sostenía con su tío, Baca Minetti destaca el cariño y la simpatía que sentía por él, así como su admiración por la voluntad de servicio que mantuvo por defender las causas que él consideraba justas.
No en vano el hombre nacido en Chongoyape en 1923 llegó a ocupar todos los cargos posibles que un personaje público podía ostentar: fue senador, diputado, presidente de la Corporación de Desarrollo de Lambayeque – CORDELAM, acalde de Chiclayo y prefecto de Lambayeque, además de ser galardonado con la Orden del Sol en el Grado de Gran Cruz en 1990 y con las Palmas Magisteriales en el grado de Amauta en el 2008.
Para Baca Minetit, ese legado que representa su apellido se manifiesta en la Casa Comunal de la Juventud, obra máxima de su tío Guillermo, recinto cultural que alberga valiosas piezas artísticas, bibliográficas y personales, que hoy están a disposición del público en general.
Dentro de estas destacan las salas dedicadas a la vida y obra de Víctor Raúl Haya de la Torre, Alan García Pérez y el mismo Guillermo Baca Aguinaga; así como espacios dedicados a la aviación y al héroe José Quiñones Gonzáles, al Colegio de San José y una sala de música.
Justamente esta última es en honor a Richard Wagner, músico de quien Guillermo Baca Aguinaga era muy admirador. En esta sala se encuentran colecciones enteras de música clásica y un toca discos.
Esa vocación social también le fue heredada a Baca Minetti, quien es el actual presidente del Club Departamental Lambayeque, baluarte de los lambayecanos en Lima.
“De algún modo tributo a mi tío Guillermo Baca mediante el club, pues realizamos actividades culturales y otras enfocadas en la problemática departamental. Hemos tenido en la última reunión a representantes de Motupe, Olmos, Ciudad Eten y Monsefú, pues ahora estamos abocados a defender los intereses de Lambayeque”, revela.
“Hojas del árbol caído, juguetes del viento son, que son hojas desprendidas, zamba cataplún…”. Así se lee la fuga de la marinera que hace más de cien años escribió don Carlos Ramírez Montalvo, un próspero comerciante de víveres para las embarcaciones que se aproximaban a las costas de Lambayeque y que dedicó dichos versos a una jovencita que vivía cerca al río Reque.
Ramírez Montalvo fue natural de Lambayeque y estudió en el seminario porque tenía vocación sacerdotal, aunque finalmente tal afán no se concretó. A la par, tenía dominio de varios instrumentos musicales, lo que le permitió componer.
Formó una primera familia de la que nació su descendencia Ramírez Pérez y al enviudar se comprometió con doña Rosaura Córdoba Galán y Trasmonte, también natural de Lambayeque, radicada en San José, con quien tuvo tres hijos. Uno de ellos Juan, padre del maestro, escritor y decimista Raúl Ramírez Soto.
“Yo nací en 1939 y mi abuelo había fallecido dos años antes, por lo que no conocí, pero sí recuerdo muy bien la historia de famosa marinera ‘La veguera’. Siendo él un hombre muy elegante, vestía de blanco y con sombrero alón, montado a caballo, como era habitual en la época. En una oportunidad, caminando el abuelo por las cercanías del río Reque, a la parte llamada vega, que es la orilla, conoció a una chica: de la vega del río sale el nombre de la canción. Por eso la fuga de la marinera remata con la palabra Reque”, explica.
Una de las versiones más antiguas que existen de ‘La veguera’ fue interpretada por Fiesta Criolla. “Para mí es la versión más bonita que hay, aunque últimamente el tenor Juan Diego Flores ha grabado una versión más reciente”, cuenta Ramírez Soto.
Otra composición de Carlos Ramírez Montalvo es la marinera llamada “El Limarí”, en alusión a un barco chileno que fondeó frente a Santa Rosa.
“Tengo dos partituras de marineras de mi abuelo escritas por un músico de Ciudad Eten. De niño las escuché ejecutadas en arpa y en pianito, pero no hay grabaciones lamentablemente. Yo viví en Monsefú hasta 1952 y esas marineras eran cantadas y acompañadas con arpa y pianito”, recuerda.
Ser descendiente directo del autor de una de las marineras más famosas, infaltable en todo concurso o festival de esta danza popular peruana, representa para Raúl Ramírez una enorme satisfacción.
“Me siento muy orgullo de venir de un personaje tan importante para la marinera peruana, para su historia y cuya creación se sigue cantando y bailando como hace décadas”, refiere.
Don Nicanor o Nixa, como era conocido por todos, fue un libro infinito. Su prodigiosa memoria lo convirtió en el Ricardo Palma de estas tierras, describiendo en sus anécdotas las particularidades de un Chiclayo de gente amable, honesta, trabajadora y festiva. Escritor, periodista, hombre de política, dejó una impronta insuperable.
“Recuerdo el cariño que él tenía hacia la gente, el carisma que daba, las ganas que transmitía día a día de salir adelante. Pese a que ya no escuchaba ni veía bien, siempre se despertaba con el deseo de hacer algo positivo por alguien. Tenía destinado cada día para visitar a un amigo y nunca llegaba con las manos vacías, llevaba algo que le agradara o necesitara la persona a la que iba a visitar”, comenta Ida de la Fuentes Sánchez, su nieta.
Nixa vivió hasta los 107 años de edad y cada día lo disfrutó con gran entusiasmo. “No recuerdo que él renegara o viera algo negativo en las personas. Siempre era muy respetuoso, era encantador en él”, señala.
Ataviado de un sombrero o una boina, además de un bastón que no necesitaba para caminar, sino para “guardar el equilibrio” – como él decía – don Nicanor, nacido en San José de Pacasmayo y radicado desde adolescente en Chiclayo, hacía gala en todo momento de su fino humor, el mismo que trasladaba a su columna “A propósito”, que publicaba en el diario La Industria.
“Sentimos mucho orgullo de su legado, porque sabemos de la llegada que tuvo con la juventud, con la gente, con todos los que lo han leído. Desde su columna, utilizando su humor fino e ironía, hablaba no solo de las anécdotas, sino también hacía llamados de atención a las autoridades sobre los problemas de la ciudad, porque siempre estuvo pendiente de lo que pasaba y ansiaba con una ciudad ordenada, limpia, segura”, refiere.
Por sus ideales políticos, Nicanor de la Fuente Sifuentes sufrió prisión en el El Sexto, en Lima, en tiempos en los que la militancia aprista había sido proscrita. De ese momento de su vida nació el libro “Viajeros en el mismo barco”, donde relata sus vivencias, las mismas que solía contar con serenidad.
“No era un hombre de resentimientos, nos contaba lo que había sufrido en la prisión más bien como una hazaña, de cómo se cuidaban los presos políticos de los presos comunes. Se protegían poniendo trampitas para que no les roben las cosas. Mi padre (Nicanor de la Fuente Silva), incluso le llevaba comida los días sábados, cuando le permitían entrar. Se reía de eso, hacía bromas. Haberse abierto camino en una circunstancia tan difícil se debe, creo yo, a su carácter tan positivo. Fue siempre bien recibido y querido por la gente”, manifiesta Ida de la Fuente.
Desciende no solo de Nicanor de la Fuente el escritor y periodista, sino también del distinguido abogado, del mismo nombre, que fue presidente de la Junta de Fiscales de Lambayeque, lo que constituye – afirma – en una enorme responsabilidad.
“Me emociona tremendamente poseer todo ese legado, aunque confieso que es muy difícil porque fueron personas a las que la población respetó y quiso mucho”, enfatiza.
En un contexto en el que cada vez la gente escribe menos, Estuardo Deza Saldaña era un hombre que escribía sus textos a mano. De su pluma nacieron grandes poemas para niños que hoy su hijo, Luis Deza Arroyo, atesora con devoción.
Aunque no era un hombre que se caracterizaba precisamente por ser muy alegre, Deza Arroyo cuenta que tampoco vio alguna a vez a su padre con mal talante. Al contrario, rescata lo cercano y cariñoso que era con cada uno de sus hijos.
“Siempre estuve muy interesado en hacer un archivo de todos sus escritos, pues él escribía a mano y era necesario digitarlos a máquina”, recuerda.
Alguna vez cuando era pequeño, Deza Arroyo le preguntó a su padre el origen de su segundo nombre, Leomar, el mismo que usaba como pseudónimo para firmar sus textos, a lo que este le respondió que era la combinación del nombre de sus abuelos: Leonardo y María.
Deza Arroyo cuenta que su padre nació en Contumazá (Cajamarca), en 1928 y a los 17 años se graduó en Trujillo como docente, después de lo cual vendría a enseñar al nivel primario del Colegio San José, cuando todavía se ubicaba en la calle del mismo nombre, y tiempo después al Rosa Flores de Oliva.
De sus tantos poemas que escribió destaca ‘Morena’, que fue dedicado a su esposa, y ‘Cuéntame niño’, un poemario escrito en sus últimos años. Además, publicó ‘Saleño saleroso’, ‘Trópico’, ‘El país de los niños’, ‘El Corazón de mundo’, y una narrativa titulada ‘Cuentos de juventud’.
Pero Estuardo Deza Saldaña no fue solo un gran escritor. Deza Arroyo comenta que, a la par, su padre también estuvo bastante involucrado en política, militando activamente en Acción Popular, partido por el que estuvo a punto de ingresar al parlamento en 1980.
“Con el perdón de todos, pero hasta los grandes personajes de Acción Popular en Lambayeque le tenían mucho respecto. Mi padre fue el segundo al mando, siendo director de Política, recuerda.
Para Deza Arroyo llevar el legado de su padre es algo que asume con mucha responsabilidad. “Después que murió mi padre me encontré con un ex decano del Ilustre Colegio de Abogados de Lambayeque – ICAL, quien era amigo suyo y me dijo que debíamos hacerle un homenaje a mi padre. Yo le dije que me parecía bien, pero que a él ya le habían hecho muchos en vida”, recuerda.
Y razón no le falta. Dentro de los tantos reconocimientos que recibió se encuentran el Premio de Poesía ‘Porfirio Barba Jacob’, en Bogotá; el Premio de Poesía para Niños ‘Netzahualcoyolt’, en Ciudad de México; el Premio ‘Hucha de Oro’ Pola de Lena, en España; viajes de estudios a Holanda, Francia, Italia, España, Gibraltar; las Palmas Magisteriales en 1984, entre otras tantas distinciones nacionales.
Estuardo Deza murió en marzo del 2015.
“Tú vas a ser un buen administrador, pero no te olvides que administración no se escribe con H”, recuerda Rafael Aita Campodónico que siempre le decía su padre. Enseñanzas como esa y muchas otras le dejó Juan Aita Valle, el gran gestor de la seguridad social en Lambayeque y, por qué no decir, en el Perú.
Para Aita Campodónico, hablar de su padre es hablar de una persona extraordinaria en todos los sentidos. Recuerda que era un hombre tan dedicado a su vocación que incluso después de una extensa jornada de trabajo se daba el tiempo de visitar las 150 habitaciones del Hospital Central del Norte (hoy Almanzor Aguinaga Asenjo) e incluso de percatarse si las conexiones eléctricas funcionaban con normalidad.
“Mi papá se despertaba a las 5:00 de la mañana para saltar la soga y luego nos preparaba un desayuno brillante para después, a las 7:00, tomar clases de matemática. Antes de irse al trabajo nos decía que todos pueden ser estudiantes, pero estudiosos solo unos cuantos. Siempre tenía un mensaje que dejarnos”, revela.
Aita Campodónico reconoce que su padre sabía conjugar muy bien la formalidad de su profesión con su carisma jovial, pues no había paciente que se salvase de su creatividad para poner apodos o de sus inagotables chistes. No en vano Aita Valle era conocido por todo Chiclayo.
“La otra vez estuve en la inauguración de una cevichería y una señora ya mayor, de 91 años, me preguntó si era el hijo del doctor Aita, a lo que respondí que sí, y me dijo que gracias a mi papá ella se encontraba, a su edad, comiendo su ceviche y tomando su cerveza negra. Hasta ahora hay gente que me conoce como el hijo del doctor Aita y ese es un orgullo”, sostiene.
Revela que una de las virtudes de su padre era que conocía a todos sus pacientes, pues podía atender a alguien y volvérselo a encontrar al cabo de cuatro meses por la calle y decirle exactamente de qué fue a tratarse y qué le recetó.
Además, Aita Campodónico cuenta que su padre desarrolló una vena social muy grande, la cual traspasaba su labor en la seguridad social, pues lo recuerda leyendo el periódico y cuestionándose sobre la poca capacidad del gobierno para dar solución a los problemas de aquella coyuntura.
Y es que, a pesar de ser de ascendencia italiana, afirma que su padre siempre se definió como un “cholo lambayecano”.
“Mi padre nos dejó principios, nos enseñó a ser perseverantes, resistentes y consistentes en todo lo que hacíamos. Él siempre daba un poco más a sus pacientes, quienes podían venir por una dolencia, pero mi padre los auscultaba para ver si podía encontrar algún otro mal, por eso para mí es una gran responsabilidad llevar el apellido Aita, porque siempre nos ha distinguido nuestros valores, la identidad y el compromiso de servir a los demás”, explica.
Desde los 20 años hasta su último día, Mariana Rodríguez Rojas ofrendó su vida como sindicalista a la defensa del agua. De eso sabe bastante su primogénita, Erika Larraín Rodríguez, quien justo a sus hermanos acompañó a su madre en incontables jornadas de lucha, donde la consigna siempre fue velar por los más necesitados.
Erika Larraín cuenta que su madre empezó desde muy joven en el sindicalismo, dado que su esposo también era un líder sindical. “Ella observó cómo mi papá defendía a los más débiles y se contagió de ese espíritu”, comenta.
Recuerda las campañas por el Fenómeno El Niño, en las que se ponía las botas y no importada si era de noche, pues acudía a cualquier emergencia que había. Tiempo después también la llamaron para integrar el Frente del Agua y la Vida, pues creía que si no se protegía algo tan vital como el recurso hídrico, no se podía dejar nada a las futuras generaciones.
Así, llegó a convertirse también dirigente de la Empresa Prestadora de Servicios de Saneamiento de Lambayeque – EPSEL, donde llegó a ocupar el cargo de secretaria general del Sindicato Único de Trabajadores del Servicio de Agua Potable y Alcantarillado – SUTSELAM, por dos períodos; siendo también representante del Frente de Trabajadores de Agua Potable y Alcantarillado – FENTAP.
Recuerda que junto a su madre viajó por varios lugares del interiores del país como Tumbes, Puno y Huancavelica, donde hubo mujeres que al igual que ella fueron despedidas por oponerse a la privatización de las empresas de agua y saneamiento.
“Cuando inició fuerte el tema de la privatización acá en Lambayeque, a mi mamá la empezaron a hostigar. Ya no le daban los permisos sindicales y la terminaron despidiendo. Estuvo casi dos años fuera del trabajo, pero fue repuesta judicialmente con todos sus derechos”, recuerda.
Paradojas de la vida, Erika Larraín cuenta que una de las mayores frustraciones de su madre fue que la empresa a la que tanto amó (EPSEL), no pudiese hacer nada por mejorar el problema de saneamiento de José Leonardo Ortiz, distrito donde vivió.
Toda la gallardía que tuvo Mariana Rodríguez para defender a su sindicato también la trasladó al interior de su hogar. Su hija revela que esa mujer fuerte y decidida siempre les decía que no había por qué llorar ante los problemas, pues todos tienen una solución.
“¿Te vas a morir acaso por los problemas? Si hoy no tienen solución, mañana lo tendrá. Sigan con su vida y continúen”, recuerda que les decía su madre.
No obstante, señala que si algo no les enseñó su madre fue a estar listos para cuando faltase.
“Nosotros nos preocupábamos por mi papá que era mayor que mi mamá. Ella nos decía que los seis éramos una fortaleza, si alguno se caía, los demás estaban para sostenernos, pero no nos enseñó qué pasaba si ella se iba y un día, a los 59 años, después de dejar a sus nietos en el colegio, se descompensó y a las 24 horas falleció”, recuerda.
Hoy para Erika Larraín el mayor orgullo que tiene como hija de Mariana Rodríguez son las personas con las que se encuentra y le cuentan todo lo que hizo ella por defenderlos. “Tú te das cuenta cuán grande puede ser la persona, cuando después de fallecida ves el amor que le prodigan”, sentencia.
Recorrer las calles de Chiclayo repartiendo el periódico no era una tarea complicada para alguien que vino a pie de Niepos (Cajamarca) hasta Lambayeque, porque Cristian Díaz Castañeda nunca la tuvo fácil.
Su hijo, Cristian Díaz Muñoz, cuenta que su papá llegó a esta tierra en una época en la que el transporte no estaba aún desarrollado, por lo que prácticamente vino a pie junto a su hermano, cargando en la alforja unos camotes sancochados.
“Él siempre contaba que una noche mientras hacían el recorrido, su hermano lo dejó solo, situación que él aprovechó para, víctima del hambre, comerse los camotes sancochados que habían llevado para el camino”, evoca.
Al poco tiempo su padre empezó a trabajar como repartidor del Diario La Industria, hasta que un buen día faltó un reportero y lo llamaron para cubrir ese puesto. El director de aquel entonces, Miguel Beningno Febres Fernandini, observó cualidades en él, así que le permitió colaborar en redacción.
“Por aquel entonces mi papá trabajaba en las mañanas y en las noches estudiaba su secundaria”, revela.
Poco a poco su padre iría ascendiendo. Primero como redactor principal, luego jefe de informaciones, hasta convertirse finalmente en el director del diario, donde trabajó por 25 años.
La pasión por el periodismo a Díaz Muñoz, también periodista, le nació por aquella época en la que iba al periódico y observaba cómo su padre redactaba sus notas en la máquina de escribir, y se fue acrecentando cuando lo visitaba en las distintas estaciones radiales en las que laboró: Radio Comercial con Claudio Baquedano Reyes, Radio Delcar con Fernando Noblecilla Merino, Radio Chiclayo, entre otras.
“A mi padre le decían jefe, pero tenía tanta amistad con la plana periodística que también lo trataban a veces de tú. Lo mismo luego en El Ciclón, donde también llegó a ser director. Eran épocas de mucha cordialidad en el periodismo”, comenta.
De aquella época recuerda una anécdota de su padre, quien en una oportunidad acudió con su fotógrafo a la inauguración del Banco de Crédito en Chiclayo, pero debido a que su acompañante no solía peinarse le impidieron el ingreso a la ceremonia por más que alegó formar parte del Diario La Industria. Ante la negativa de los hombres de seguridad, Cristian Díaz tuvo que salir y certificar que sí trabajaban juntos.
Pero Díaz Castañeda no se quedó solo como un periodista empírico. Su hijo cuenta que llegó a profesionalizarse al estudiar ciencias de la comunicación, lo que a la postre también le permitió convertirse en un hombre de instituciones, pues llegó a ser secretario general del Centro Federado de Periodistas y decano del Colegio de Periodistas de Lambayeque.
Hoy que Díaz Muñoz es un reconocido periodista radial como lo fue su progenitor, recuerda con cariño los halagos recibidos a causa de su padre. Él se entregó por completo al periodismo, profesión que ejerció hasta los 70 años, ocho antes de su muerte.
Si hay un personaje cuyo nombre merece un lugar privilegiado en la memoria de Chiclayo ese es Santiago Luis González Romero, hombre de hacienda, de empresa, defensor de la patria durante la guerra con Chile, benefactor de la ciudad y pionero. La primera nave de la aviación peruana la compró él, los primeros buques de la armada después de la tragedia de 1879 los ayudó a financiar él, al igual que los primeros submarinos que tuvo el Perú.
A Mario González Olivera le llegaron los recuerdos de su abuelo a través de su padre, don Santiago González Soberón.
“No conocí a mi abuelo personalmente, pero su devenir existencial he recogido en gran parte gracias al relato emocionado que de él hacía mi padre. También encontré huellas de sus pasos en este mundo en la lectura de los escritos de distinguidos autores, lambayecanos en su mayoría, que a lo largo de los años han relievado la dedicación y la obra de Santiago Luis González en beneficio de los necesitados y carentes de fortuna”, señala Mario González.
González Romero, quien fuera dueño de la Hacienda Samán, construyó con su dinero el Pabellón de Pediatría del Hospital Las Mercedes, hasta hoy en pie; financió la remodelación de la Plazuela y construcción del monumento actual a Elías Aguirre y fue accionista y financista de la Compañía del Ferrocarril y Muelle de Pimentel.
Durante la guerra con Chile peleó en las batallas de Alto de la Alianza, San Juan y Chorrillos, fue tomado prisionero en la fragata chilena ‘Inspector’ y retornó a su tierra para continuar haciendo una invaluable obra social. Financió la elaboración de las estatuas a Las Cautivas (Tacna, Arica y Tarapacá) que debieron instalarse en el Parque de la Reserva de Lima y compró el primer avión de guerra que tuvo la aviación peruana, nave que fue tripulada por Alejandro Velasco Astete.
A ello se suma que fue socio fundador de la Cámara de Comercio de Lambayeque, en 1901.
“Agradezco infinitamente la forma cómo ellos han destacado su dedicación por Chiclayo y por el departamento de Lambayeque y por sus elogiosas palabras sobre la actuación de este filántropo en defensa del Perú, enfrentando bélicamente al invasor extranjero en sus años juveniles, y después dando incansablemente su consejo, su trabajo y su fortuna para contribuir al fortalecimiento de una conciencia nacional, así como pata potenciar los medios defensivos que requiere el suelo patrio, evitando que sea nuevamente hollado por la avaricia destructiva venida de las fronteras”, refiere Mario González.
Santiago Luis Gonzáles murió el 12 de mayo de 1923, en Niza, Francia, y sus restos fueron sepultados en el Cementerio de Caucade.
En Monsefú no hay año en el que no se recuerde a Limberg Chero Ballena, sobre todo cuando todo el pueblo se organiza para participar de la Feria de Exposiciones Típico Culturales – FEXTICUM, la gran festividad que él creó hace 47 años.
“Atesoro con devoción sus enseñanzas. Él estudió varias cosas, pero su formación primigenia fue como educador. Me enseñó a valorar mis fortalezas e intentar siempre usarlas a favor del bien superior. Fue muy exigente con el conocimiento del pasado y el presente. Era un acto de amor intelectual, decía. Charlábamos de historia, política, matemática, anécdotas de la familia, todo a la vez”, recuerda Limberg Chero Senmache, su hijo.
El creador del FEXTICUM amaba a Monsefú y amarlo implicaba conocerlo. “Él decía que somos como árboles y si queremos ser un árbol de copa grande debemos tener raíces grandes. Amar a Monsefú era conocer el presente y pasado. No conocerlo era como tener raíces pequeñas. Los árboles de raíces pequeñas no pueden crecer mucho porque se caen”, afirma.
Para Chero Senmache, el FEXTICUM ha sido la barrera infranqueable que resistió a la globalización y convivió con ella.
“Hoy en pleno siglo XXI tenemos un distrito pujante con su cultura intacta. El monsefuano es un buen ciudadano del siglo XXI, con raíces de más de mil años de cultura. Tenemos todos los años a niños bailando marinera tradicional, jóvenes cocinando con el secreto de la abuela y monsefuanos en general twiteando y globalizando nuestra forma de ser. Monsefú ha hecho que su forma de vida sea una fuente de ingresos. Se ha logrado sostenibilidad para la monsefuanidad. El objetivo fue logrado, pero es una labor que no admite descanso y grandes y conspicuos monsefuanos han ido tomando la posta año a año. Ya son 47 ediciones ininterrumpidas de la feria”, dice orgulloso.
Limberg Chero fue creador nato, uno de ideas arriesgadas.
“Recuerdo que hizo un congreso de locos, definiendo como locos a aquellos incomprendidos que tenían teorías alucinantes. Fue la primera vez que escuché sobre física cuántica, telequinesis, el número de Dios y la matemática de los colores. Otras veces iba detrás de ideas absolutamente fuera de precedentes, como cuando organizó la tortilla de raya más grande del mundo o cuando juntó en la Plaza de Monsefú a las imágenes religiosas más importantes de la región que venían a saludar a nuestro Cautivo. Otro año organizó la Feria de Creatividad de la Infancia. Los niños eran los invitados a exponer sus creaciones en poesía, pasos de marinera, formas de vender productos típicos, formas de hacer antorchas o darle uso al trompo y las canicas. Se invitaba a entrar solo a niños. Ese espacio se vendían mini platos de comida a 0.10 céntimos para aprendan a hacer actividades económicas con poca inversión”, resalta.
En Monsefú la gente recuerda los congresos de curanderismo y la llegada de la National Geographic y a la NHK que lo venían a ver. “Los curanderos se veían como competencia entre ellos. Fue todo un reto convocarlos. Les fue tan bien que formaron una asociación y nombraron a mi papá como su presidente. Muchos creyeron que mi papá desde entonces adquirió poderes de chamán. Fue muy hilarante”, rememora.
Chero Ballena nació el 1 de septiembre de 1945 y partió a la eternidad el 6 de julio del 2018. Fue director de colegios, dirigente magisterial y director regional de Turismo.
De las marineras que existen, “Chiclayanita” es una de las más importantes, populares y bellas. Su autor, Emilio Santisteban Niño, fue un músico autodidacta, concertista de guitarra, ciego desde los 11 años y cuyo legado sigue presente hasta nuestros días.
Emilio Santisteban Niño no tuvo hijos, pero sí una familia con muchos músicos, uno de ellos su sobrino nieto José Soto Guerrero, hijo de su hermana Alicia.
“Medía 1.50 metros por lo menos, bajito, gordito, invidente. Según mi abuela, quedó ciego desde los 11 años de edad. Cuenta mi abuela que le gustaba ir a la compuerta a bañarse y se lanzaba al agua de cabeza y de un golpe se le desvió el nervio óptico. Cuenta que participando del Festival de Amancaes (que se realizaba en junio, en Lima), siendo presidente Augusto B. Leguía, mi tío se presentó con el conjunto ‘La Típica Lambayecana’ y el presidente lo reconoció. Tanto la familia de mi tío como la de Leguía eran lambayecanas. Le ofreció operarlo, pero la familia tuvo temor y se quedó ciego. Era la década del 20 del siglo pasado”, relata.
Santisteban Niño, además de tocar mandolina, bandurria y banyo, era concertista de guitarra; es decir, realizaba presentaciones con solos de guitarra. Fue maestro de notables músicos, algunos incluso de talla internacional.
“Estando ciego empieza a tocar guitarra. Yo lo conocí cuando tenía 13 años, en la década del 70, y ya tenía varias composiciones. Cuando era cumpleaños de mi abuela llegaba él, mi tío Everardo Guerrero, que también fue músico, y todo un grupo de cantantes. A su composición más famosa que es ‘Chiclayanita’ se suma la marinera ‘¿Cuál es mejor?’ y muchos valses. Un vals de su autoría, cantado por Panchito Jiménez y Los Mochicas, se llama ‘Así será’, cuya letra dice: ‘Muchas veces lloramos cuando sufrimos, sin saber que sufrimos cuando amamos, al final de esa etapa, cuando olvidamos, ignoramos que fue verdad y nos reímos’. Otro vals es ‘Noche buena’”, menciona.
Emilio Santisteban también es autor del famoso vals “Todos somos chiclayanos”, que inmortalizó la voz de Nicolás Seclén Sampén, de Los Mochicas. Por muchos años vivió en la cuadra dos de la calle Tacna, en el centro de Chiclayo, junto a una de sus hermanas, hasta que murió en 1983.
“Para mí es motivo de orgullo ser su descendiente y haber heredado parte de su talento. Fui su alumno. Mi padre me llevó a que él me enseñara a tocar guitarra, pese a que yo ya tocaba en las peñas y recuerdo que me dijo: ‘Estás en nada’. Todos los días tocaba su guitarra, que de española solo tenía la etiqueta, porque ya estaba recontra parchada. Se despertaba a las 3:00 de la mañana y a esa hora empezaba a tocar. Tenía un oído muy fino y enseñaba técnicas académicas para el uso de guitarra. Con él aprendí el solo de guitarra del Cóndor Pasa y Vírgenes del Sol. Me siento orgullo de ser su descendiente y cultivar el arte que tanto amó”, recuerda.
Como hombre público, el arquitecto Benigno León Escurra fue hombre ejemplar. Honesto, trabajador, lúcido y con una clara visión del desarrollo y las necesidades de Lambayeque. En la intimidad de su hogar fue excepcional. Amoroso con sus hijos y comunicativo siempre, supo equilibrar su tiempo y atender con calidad las demandas de los suyos.
“Fue un padre muy querendón, muy preocupado. Siempre, no sé si por ser la hija mujer, era de conversar conmigo, de contarme sus historias y llenarme de muchas cosas en el tema arquitectónico. Siempre me han gustado las artes, yo no fui por ese camino, pero mi hija hoy estudia arquitectura y creo que es el legado que le ha dejado su abuelo. Nunca olvidaré que un día antes de ser internado en la clínica diseñó su último plano con mi hija”, narra Mariela León.
Espontaneidad, alegría y amistad, son algunas de las cualidades que se recuerdan de Benigno León, director de urbanismo de la municipalidad de Chiclayo en el gobierno de Gerardo Pastor Boggiano, director regional de la Vivienda en el gobierno de Fernando Belaunde y artífice de las más importantes obras habitacionales impulsadas por el Estado en el departamento. En todos los pueblos de Lambayeque hay aún una obra ejecutada bajo su liderazgo.
“No había reunión familiar en la que él no ponga la chispa. Ahora los primos dicen que se extraña la chispa del tío Beni. Siempre estaba de nuestro lado, yo al terminar el colegio fui a estudiar a Lima y para mi examen de admisión estuvo él conmigo, ayudándome a buscar mi nombre en la lista de los ingresantes”, refiere su hija.
La comunicación permanente es otra de las de las virtudes que Mariela León resalta de su padre. Todos los días había llamadas, mensajes, muestras de interés por el bienestar de los hijos y los nietos. Era el mismo trato que siempre dada a sus seres queridos y amigos, con los que compartía sus opiniones sobre política, sus preocupaciones por los momentos sociales, sus ideales y sueños.
“Siempre pendiente de la política. Llegaba a Lima a visitarme, estaba un rato con nosotros y me decía: ‘He venido para ir al partido’, ’Tengo reuniones’, ’Tengo citas’, llamaba a sus amigos. Siempre era la familia y su partido Acción Popular”, recuerda.
Mariela consideró a su padre su primer amigo, quien le enseñó valores como la solidaridad y el respeto.
“Sus últimos encargos están todos relacionados a la familia. Antes de partir me dejó muchas tareas pensando siempre en los suyos, para el bien de todos. Nunca descuidó a su familia por la política o el trabajo, siempre todo iba de la mano. Eso lo aprendió él de sus padres y nos lo enseñó a nosotros”, señala.
Como era lógico, Benigno León inculcó en sus hijos la doctrina de Acción Popular y la admiración por el presidente Belaunde, a quien consideraba un amigo personal.
“Cada vez que mi padre viajaba a Lima iba a visitarlo a él y a la señora Violeta, yo recuerdo haber ido a Palacio de Gobierno y muchos momentos en los que ambos estuvieron juntos”, resalta.
Benigno León nació en 1943 y falleció en abril de este año.
Socorro Ortigas Bustamente desciende de dos personajes que a fines del siglo XIX dejaron huella en Chiclayo. Su padre, Carlos Ortigas Moya, fue nieto de los exalcaldes de Chiclayo: José Eugenio Moya y Claudio Ortigas Figueroa, este último con presencia en el servicio público hasta la ancianidad.
“La familia siempre comentó de la honestidad de Claudio Ortigas, de la dedicación al trabajo, al punto que recibió una medalla a nombre de la Nación, que está en posesión de un primo hermano al que consideramos que era digno de conservarla”, menciona.
Tras ocupación chilena, Claudio Ortigas, junto a otros notables de la ciudad como Eugenio Moya y Alfredo Lapoint, conformó una comisión para recaudar fondos y rehabilitar la dañada infraestructura del Colegio de San José, que había sido tomado como cuartel por los invasores, permitiendo así que en 1888 este reabra sus puertas.
El 26 de enero de 1888, Ortigas Figueroa, que había sido presidente municipal 20 años antes, asumió la alcaldía de Chiclayo, cargo que desempeñó durante un año, realizando una admirable labor de servicio a la comunidad. Compartió su interés por brindar ayuda a los más pobres con don Eugenio Moya.
Tras años de servicio en Chiclayo, Claudio Ortigas pasó a radicar en Lima.
“Recuerdo y tengo en mi poder una carta de Claudio Ortigas dirigida al entonces presidente Leguía diciéndole que a sus 94 años le era imposible seguir desempeñando el cargo de tesorero fiscal del Callao, por lo que pedía su cese y su pensión para la corta vida que él pensaba que le quedaba. Ese reconocimiento de mantenerlo en el cargo, a pesar de su avanzada edad, era justamente a su honestidad”, menciona Socorro Ortigas. La carta está fechada el 9 de julio de 1927.
Claudio Ortigas murió en Lima, a los 97 años, en 1930, y fue sepultado en el cementerio Baquíjano del Callao.
“Me crié en un hogar donde mis tres tías Ortigas Moya, Elena, Ela y Elba, nos recordaban siempre los valores que fueron inculcados por sus abuelos y que han permanecido en la familia de generación en generación. Nos sentimos sumamente orgullosos de heredar su impronta. Algo curioso que recuerdo es que jamás imaginaron, don Eugenio Moya y don Claudio Ortigas, que sus hijos Honorio y Matilde formarían una familia que se mantiene hasta ahora. Tengo un sobrino que ha sido bautizado con el nombre de Claudio Ortigas”, resalta.
Añade que para quienes peinan canas y a los jóvenes de la familia que llevan el apellido Ortigas es un deber recordar que descienden de dos extraordinarios hombres.
“Nos sentimos orgullosos de que una calle de la ciudad tenga el nombre de uno de nuestros ancestros (Eugenio Moya), cuyo ejemplo procuramos mantener. Mi tía Elena Ortigas Moya fue la primera mujer en ocupar el cargo de jefa del Área de Recaudación del Banco de la Nación, habiendo servido a esa institución durante 36 años”, rememora.
Fortunato Salazar Beleván nació el 25 de noviembre de 1952 en Ferreñafe. Fue ejemplo de empresario, dirigente y profesional por su compromiso con Lambayeque.
Ingeniero agrónomo de profesión con maestrías en economía y administración de empresas, fundó la Escuela de Administración de Empresas – ESADE, hoy consorcio educativo ubicado en Reque.
Su hija, Susana Salazar Torres, cuenta que a pesar de sus actividades diarias y su labor en la universidad en la que trabajaba, compartía tiempo con ella. “Mi padre me llevaba y traía del colegio. Lo hizo desde inicial hasta la secundaria. Me ayudaba con las tareas y proyectos que emprendía a mi corta edad”, agrega.
Narra que le encantaba poner sobrenombres a todos y él también los adoptaba. Para sus amigos: “Cachito” y para la familia: “Tito”, fue alegre, juguetón y carismático con los que le rodeaban. Sin embargo, en ocasiones era serio y con la mirada dominante.
Fortunato Salazar cumplió un arduo trabajo desde la Cámara de Comercio y Producción de Lambayeque. Susana Salazar cuenta que en tiempo de elecciones apoyó a su padre en todo el proceso hasta llegar a la presidencia.
Además, fue un gran impulsador del Corredor Bioceánico, conexión entre la Amazonía y Lambayeque. Estuvo convencido que uniendo al Perú, a través de las carreteras, con Brasil, la economía se dinamizaría. Tenía una opinión técnica referente a la Ley de Puertos y apoyó a Puerto Eten en todas las acciones para lograr la ejecución del Terminal Marítimo.
“Mi padre tenía un cariño especial por este proyecto, debido a que en sus primeros años de vida vivió en Puerto Eten, siendo mi abuelo, en esas épocas, administrador del ferrocarril. Estudiaba a diario las posibilidades de la unión con Brasil, ya que los barcos podían anclar con normalidad por el calado que Puerto Eten posee”, cuenta Susana Salazar.
Fortunato Salazar ocupó una serie de cargos públicos. Fue miembro de los directorios de Max Salud, Indecopi, Senati, entre otros. Asimismo, se desempeñó como alcalde de Ferreñafe entre años 1977 y 1979.
Una de las anécdotas más representativas para Susana Salazar fue tener a Fortunato Salazar como profesor, enseñándole Introducción a la Administración, un curso base. Relata que llegaba a clases con mucho material obtenido de sus maestrías y en aula era estricto.
“Llevar el apellido Salazar es motivo de orgullo… Cuando voy a Ferreñafe me siento ferreñafana, pese a que no nací ahí. Mis raíces de Salazar las valoro mucho, es una familia de emprendedores. Hemos salido adelante a base de superación”, expresa.
Recuerda que recibió ayuda de su padre hasta los últimos días de vida. “Antes de fallecer, cuando realizaba mi maestría, debía presentar una monografía. Escribiéndola, mi padre echado en la cama del hospital, me decía: ‘Léela’ y me iba orientando. Siempre estuvo involucrado en lo que hacía”, cuenta.
Si Alfonso ‘Fuco’ Tello Marchena no hizo más cosas en su vida sin duda fue porque no le alcanzó el tiempo. Fue pintor, escritor, profesor, publicista, periodista e investigador, oficios que desempeñó con un alto sentido del honor y la responsabilidad.
De eso sabe muy bien su hijo Alfonso Telllo Gamarra, quien desde pequeño respiró el arte en su hogar. A casa del popular ‘Fuco’ asistían distintas personalidades de ese mundo como Juan Moreno Marti, Teodoro Rivero Ayllón, Antonio Medina y demás, con quienes la bohemia siempre se hizo presente.
Esa vena artística le fue transmitida con creces a Tello Gamarra. Cuenta que su padre hacía pergaminos para las diferentes instituciones de Chiclayo, labor en la cual todos sus hijos le ayudaban desde los 12 años, primero pasándolos con lápiz y luego con tinta china; trabajo que su padre siempre les remuneró.
“Una vez llegó a la casa un amigo de mi papá pidiéndole que le hiciera un pergamino. Eran aproximadamente las tres de la tarde y necesitaba el trabajo para las nueve de la mañana del día siguiente. Mi papá le dijo que no podía hacerlo en tan poco tiempo, pero ante tanta insistencia accedió. Ese día recuerdo que mi papá se sentó a trabajar ni bien cerraron el acuerdo y no se levantó del asiento hasta el día siguiente. Recuerdo despertarme alrededor de las seis de la mañana y verlo todavía allí. Cuando terminó, se bañó, tomó su desayuno y con las mismas se fue a trabajar al Colegio de San José. Así de trabajador era él”, comenta.
Uno de los recuerdos que tiene Tello Gamarra de sus primeros acercamientos con el arte ocurrió en 1960 cuando el Instituto del Libro Lambayecano organizó una feria en el Parque Infantil de Chiclayo. En ese entonces, su padre era subdirector de la Revista Huerequeque y Vicente Nisizaka Mejía, quien dirigía la publicación, le comentó que quería representar en el pasacalle al ave que le daba nombre a la revista.
Ni corto ni perezoso, Tello Marchena ofreció a su hijo para que representara al huerequeque. “Mi papá me diseñó un traje en papel maché y me enseñó algunos movimientos para promocionar la revista durante toda la feria. Me pagó 10 soles que por ese entonces era un montón de plata”, revela.
Pero ese padre trabajador también era un hombre sumamente cariñoso dentro del hogar. Tello Gamarra cuenta que su papá era un hombre afectuoso, cariñoso, protector y comunicativo. Con frecuencia hacía sobremesa en el almuerzo o la cena, donde aprovechaba para preguntarles a sus hijos sus inquietudes.
“Mi papá también era un hombre muy alegre. Recuerdo verle disfrutando de las fiestas que hacían en las campiñas mis tíos. Lo he visto bailar marinera con arpa y disfrutar de las jaranas que hacían con Los Mochicas que, por cierto, eran muy amigos suyo”, señala.
Y como buen periodista, recuerda que su padre aprovechaba también sus clases de actividad artística para tratar con sus alumnos la problemática de Chiclayo. “Hay mucha gente que lo recuerda por eso”, sentencia.
Alfonso Tello Marchena nació en Cayaltí, en 1923, y falleció en 1986.
Durante 60 años, Nicolás Seclén Sampén le cantó a sus orígenes. El característico timbre con el que ejecutó marineras, tonderos, serranitas y valses hizo de su grupo, Los Mochicas, un símbolo del folclore lambayecano, ese que paseó por el mundo ataviado con su característico poncho monsefuano y su pañuelo rojo al cuello.
“Mi padre forjó una cultura musical que impuso en Lima. Él escogió a Lima como el sitio en el que Los Mochicas se lanzaron a nivel nacional e internacional. Él llegó desde Chiclayo para imponer un estilo diferente y difundir la marinera norteña, el tondero, el golpe tierra, la serranita”, rememora Segundo Nicolás Seclén Santisteban, el mayor de los hijos de afamado cantautor.
Nicolás Seclén recreó en sus composiciones a los personajes de Lambayeque y su entorno. “Expone todo el bagaje que él vio en persona, cuando se celebraban las fiestas allá en el monte, en la chacra, en Larán, donde había arpa, pianito y se reventaban cohetes cuando alguien llegaba. Él tenía un contenido muy distinto al que en la década del 70 mostraba la música criolla. Su diferencia fue la que le hizo ganar un espacio”, refiere su hijo.
Así fue como incluyó a “La Perleche”, “La Cabrera”, al compadre Cólera (que tocaba un pianito en el barrio de El Porvenir) o al “Cholo Cadenas”, personajes a los que al ritmo de marinera paseó por Estados Unidos y Europa.
“Él salta de Chiclayo a Lima y de Lima a Estados Unidos, donde radicaba mi hermano quien posibilitó que se le abriera un espacio en la colonia de peruanos residentes en Nueva York y Nueva Jersey. Luego llegó a España, donde yo ya estaba viviendo, justo cuando se celebraba el quinto centenario del descubrimiento de América. Allí se presentó en La Cartuja de Sevilla representando al Perú en 1992”, destaca.
De todos los temas escritos por Seclén Sampén el de mayor resonancia es hasta hoy “El Guayacán”, escrito en honor a la Santísima Cruz de Motupe, a la que desde niño le tuvo infinita fe, la misma que inculcó a sus hijos.
“Mi padre viendo la enorme fe de Lambayeque compuso El Guayacán. Su fe era tan grande que a nosotros desde pequeños nos ha llevado a ver a la cruz, cuando ni siquiera había gradas y era pura tierra. Esa fe se la inculcaron sus padres y así. La Cruz de Motupe siempre estuvo al centro de sus creencias”, afirma.
Nicolás Seclén no tuvo formación musical, por lo que su estilo al interpretar y componer puede entenderse como nato.
“Él nos contaba que siendo pequeño, en el campo, tenía la labor de ser pajarero. El pajarero era un niño al que le ponían un chante en el cuello del que colgaba una lata, la que tenía que golpear para espantar a los pájaros que querían comerse los granos de arroz o de maíz. Ahí desarrolló su voz, gritando como pajarero. Mucha gente decía que tenía voz de diablo. Era muy alta, muy potente. A mí me parece imposible que pueda aparecer alguien con ese mismo timbre”, refiere.
Seclén Sampén falleció en febrero del 2017. En el 2015 el Ministerio de Cultura lo reconoció como “Personalidad Meritoria de la Cultura”.
Su nombre es Luis Alberto García Rojas, valiente aviador del Ejército que fue declarado Héroe Nacional, pero cuya memoria y hazaña tuvieron que esperar más de 20 años para recibir el reconocimiento dispuesto por el Congreso de la República en una ley.
Su esposa, Julia Panta Quevedo, tuvo que pelear incluso en el Tribunal Constitucional.
Luis García Rojas nació en Chiclayo, estudió en el Colegio Nacional de San José y en 1980 ingresó a la Escuela Militar de Chorrillos, egresando en 1984. Dos años después fue destacado a la Aviación del Ejército, donde sus compañeros de armas lo bautizaron como ‘Mc Giver’ por su creatividad para solucionar problemas.
Precisamente esta característica es una de las que más recuerda su esposa, la abogada Julia Panta Quevedo, a quien conoció a bordo de un microbús y con la que formó una familia. Producto de ese amor y de casi diez años de matrimonio nacieron Andrea y Diana. Cuando García Rojas murió, la mayor de las niñas tenía cuatro años y la última, apenas, seis meses de nacida.
Participó en las acciones antisubversivas. Al estallar el Conflicto del Alto Cenepa, el entonces capitán Luis Alberto García fue destacado a Bagua Grande, en Amazonas, donde se integró al equipo de oficiales encargado de la operación de los helicópteros MI-8T y MI-17, con los que se encargaba de proveer de apoyo de fuegos y transporte de personal, material, equipo y víveres al personal de tropa dispuesto para la defensa de la soberanía nacional.
García Rojas no dudó en ofrecerse como voluntario para dirigir misiones de ataque a los destacamentos enemigos, pese a que sabía perfectamente que su unidad era para transporte y abastecimiento.
El domingo 29 de enero de 1995, cuando se disponía a atacar Base Sur y Tiwinza, la nave de García Rojas fue alcanzada por un misil tierra – aire a solo 10 segundos de su objetivo. El helicóptero explotó en el aire y él y toda su tripulación volaron a la inmortalidad. Así, el valiente hijo de Chiclayo se convirtió en el primer militar caído en combate durante el Conflicto del Cenepa. Luis Alberto García tenía apenas 32 años de edad.
El 17 de febrero del 2006, el Congreso de la República aprobó por unanimidad declarar Héroe Nacional al Mayor Ejército Peruano a Luis Alberto García Rojas, caído en acción de armas durante el Conflicto Perú Ecuador 1995 – Cenepa, con la Ley N° 28682.
“Hasta el 2015 no se había cumplido en absoluto nada de lo que señala la Ley, por lo cual me vi obligada en iniciar un acción judicial, la cual ya gané en todas las instancias”, comenta Panta Quevedo.
García Rojas fue nombrado “Patrono de la Aviación del Ejército” y por la lucha emprendida por Julia Panta se dio cumplimiento a los homenajes correspondientes. Hoy sus restos reposan en la Cripta de los Héroes y se han levantado los monumentos correspondientes.
Para Miguel Baca Rossi no había objeto que no sirviese para formar una obra de arte. Empezó haciendo primero figuras con las migas de pan, luego con la arena de su natal Pimentel y posteriormente con los restos de yeso que encontraba en la fundición de su padre. Su destino estaba escrito o, mejor dicho, esculpido.
Nacido el 30 de octubre de 1917, Baca Rossi vivió casi un siglo (99 años) dedicado a crear belleza. Su hija, Carlota Baca Ruiz, recuerda que estudiaba mucho a sus personajes, profundizaba en su carácter, expresiones y le imprimía tanta dedicación a su trabajo que tuvo siempre una relación cercana con los personajes afines al objeto de su obra.
Recuerda por ejemplo “El monje”, obra que hoy se expone en la Cripta Arzobispal de la Basílica Catedral de Lima y que representa el dolor que su padre tuvo por la muerte de sus hermanos Augusto y Alfredo; o el busto que hizo de Andrés Townsed Ezcurra, el cual fue tan apreciado por su esposa, quien en los momentos de dolor por su partida le dijo “Miguelito, me has devuelto a mi Andrés”.
También evoca divertidos momentos como el que pasó con Augusto Maggiolo, quien le había pedido que haga una escultura de su caballo ‘Santorín’. “Augusto le pidió a mi papá estar presente en el taller para observar cómo realizaba la obra y de paso aprender a esculpir, pero a mi papá la conversación no le daba la tranquilidad que necesitaba para trabajar, entonces optó por ponerle una mesa y un poco de arcilla para que se pusiese a hacer su propia escultura y lo dejase avanzar”, rememora.
Más allá de la admiración que siente por el trabajo de su padre, ella es una enamorada de él. Afirma que su padre fue un hombre lleno de cualidades que serían largas mencionar para esta publicación: amoroso, agradecido, alegre, humano, incansable, solidario, dadivoso, apasionado, etc.
“La musa de mi padre fue siempre su esposa, Carlota Ruiz Altuna, una lambayecana 16 años menor que él con quien siempre tuvo una buena comunicación. Fueron compañeros de toda la vida y se amaron como pocas veces he visto amarse a una pareja”, sostiene.
En cuanto a ella y sus hermanos, recuerda que su padre siempre se dio espacio, a pesar de su carga laboral, para brindarles tiempo de calidad, donde la enseñanza de la disciplina no fue ajena.
“Mi papá fue muy estricto con el cumplimiento de las normas y deberes, pues nos enseñó siempre que el deber estaba por encima del placer. Ya cuando fuimos mayores también reconozco que fue muy respetuoso de nuestras decisiones y se mantuvo cerca en nuestros errores”, asevera.
El otro amor de Baca Rossi fue su Lambayeque, al cual le entregó varias de sus obras, entre las que resaltan el monumento a ‘La Virgen Inmaculada Concepción’, que está en lo alto de la Catedral de Chiclayo; ‘El chalán’, ubicado al interior del palacio municipal o el ‘San Pedro’ en la portada de la Iglesia de San Pedro de Lambayeque.
“Llevar el apellido Baca para mí significa admiración, respeto y orgullo, porque sé que su obra sobrevivirá en el tiempo y el espacio”, resalta.
Alfredo José Delgado Bravo, poeta, gran sonetista y agudo crítico literario, nació el 4 de marzo de 1924 en la “Ciudad de las flores”, Monsefú. Perteneció a la Generación del 50, estudió en la Universidad Mayor de San Marcos y fue profesor del Colegio Nacional de San José, de la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo, de la Universidad de Chiclayo, del Instituto Superior Pedagógico Privado Ricardo Palma y otras instituciones más.
Su hija, la arqueóloga Bernarda Delgado Elías, cuenta que fue el artífice para la culminación de su carrera. “Todo se lo debo a la maravillosa persona que era mi padre, desprendido, noble, confiado y muy bueno. Siempre estuvo orgulloso de mí por haber forjado la carrera como arqueóloga”, agrega.
Recuerda que era padre, amigo y consejero. Era chispeante, llevaba una sonrisa para regalar y vestía de traje como muestra de afecto con los demás. Le encantaba el espesado y platos típicos de Monsefú, además de los dulces de su tierra y los postres que preparaba su esposa, Alicia Elías Rodríguez. De hecho, tenía por costumbre dejar sin porciones a los demás integrantes de la familia.
Tenía un gran sentido del humor y sus momentos de mayor enojo se producían cuando alguien invertía su nombre.
“En Monsefú vivimos la mayor parte de la producción artística de mi padre. En las madrugadas le nacía la inspiración para escribir y su musa era mi madre”, explica. Algunas de sus obras son: “Testigos de cargo”, “Monetario”, “Íntimo ser”, “La casa Ruano”, “Las horas naturales”, “Historia íntima de la tierra y el mar” y “Para todos los mundos”.
Cuando se convocó al concurso del himno a Chiclayo, Alfredo José fue uno de los postulantes. El certamen se realizó en el Coliseo Cerrado y al conocerse los resultados inicialmente dudó de ser el ganador. Compuso también otros himnos como el de Monsefú, de los colegios Santa Magdalena Sofía y San Carlos. También fue dirigente magisterial.
En 1958 ganó el “Botón de Oro” de los Juegos Florales de la Escuela Normal Sagrado Corazón de Jesús y al año siguiente el “Botón de Diamante” en el concurso del Centro Social y Progresista Monsefú. También ganó la “Insignia de Oro Sanjosefina” en los Juegos Florales por el Primer Centenario del colegio y la segunda edición de los Juegos Florales del Círculo Departamental de Empleados, en 1980.
Para teatro escribió “Los sueños vienen del mar” y también los ensayos “La poesía símbolo dualista de JELIL” (1981), “Ucronía y bicromía en la lírica de Valdelomar”, “El universo poético de Eguren” y “Motivos existenciales de Trilce”. Como pedagogo publicó “Introducción a la historia del arte” y “Lecciones preliminares de Lingüística”.
Para Bernarda Delgado, llevar el apellido del ‘cosmonsefuano’ es un alto honor, debido a su calidad como persona y artista y a cómo se refieren las personas cuando hablan de él, mostrándolo como un excelente profesional.
Alfredo José Delgado Bravo murió en octubre del 2008, a los 83 años, dejando un gran legado como muestra de amor por las letras y por su tierra.
Juan Moreno Marti, actor nato y organizador del primer Festival Nacional de Teatro de Chiclayo en los años sesenta, nació en Supe y fue criado en Pimentel. La dedicación por el arte la llevaba en las venas. Incursionó en la televisión diferentes ocasiones, tomando protagonismo en los programas: “Jefecito”, con el cargo de director, y “El dedo”, a finales de los 80. Sin embargo, su mundo era el teatro.
Liz Moreno Moreno, actriz de profesión con más de 30 años de experiencia en dirección y producción, cuenta que su padre laboraba por vocación y nunca se guió por el dinero, pues su amor por el amor por el arte le fue inculcado desde muy joven. “Él hablaba mucho de un profesor, su apellido era Arbulú, un profesor en un colegio en Pimentel, un hombre muy reconocido. Era un profesor de esos verdaderos, de vocación y que incentivó en sus alumnos la parte artística. De esa promoción sale el escultor (Miguel) Baca Rossi”, señala.
Concluido el colegio, Juan Moreno viajó a Lima a buscar oportunidades laborales, logrando adquirir una como locutor radial. Tuvo éxito en este oficio gracias a su prodigiosa voz, llegando a trabajar con expertos como Arturo Pomar y Rosa Wunder, madre del primer actor nacional Gustavo Bueno. Así, adquirió experiencia para después trabajar en radio teatro, convirtiéndose en una estrella y compartiendo roles con las hermanas Travesí.
Siguiendo su vocación artística se incorporó a la Compañía Nacional de Comedias.
Juan Moreno estudió un corto tiempo en el Club de Teatro para obtener un certificado. Sin embargo, se formó a base de esfuerzo y práctica, escribiendo glosas y poesía. Presentó fragmentos de música selecta y tuvo un segmento de música instrumental en Radio Programas del Perú - RPP Chiclayo, labor en la que involucró a sus hijos.
El Primer Festival Nacional de Teatro fue realizado en Chiclayo y organizado por Juan Moreno, en tiempos donde la ciudad poseía un elenco de zarzuelas dirigido por el maestro Rafael Carretero Carretero, quien dejó a un selecto grupo de artistas. Ese elenco fue acogido por Moreno Marti, organizándolo para realizar teatro bajo el nombre de “Grupo Comedia Chiclayo”, siendo el Teatro Dos de Mayo sede de este movimiento.
Juan Moreno ganó el Premio Nacional de Teatro como mejor actor con la obra “Tartufo”, no obstante, a las oportunidades que se le presentaban en Lima quiso retornar a Chiclayo. No persiguió nunca la fama ni el dinero. Falleció en el 2005 y pese a su trayectoria como actor y difusor de teatro, nunca recibió reconocimiento institucional en Lambayeque.
“Mi padre era un artista empírico, apasionado y honesto”, cuenta Liz Moreno, agregado que esa personalidad fue la que la motivó a seguir sus pasos. “En la primera obra que trabajé fue a su lado, aunque peleábamos seguido porque él actuaba y dirigía… Fue muy gracioso”, narra.
Estrella Mora Risco nació el 28 de febrero de 1927 en Puerto Eten. Culminó la secundaria en el Colegio Nuestra Señora del Rosario y cursó estudios de Química y Farmacia en la Universidad Nacional de Trujillo, los cuales le sirvieron para trabajar algunos años.
Sin embargo, dedicó su vida a la escritura, creando poemas, cuentos infantiles y juveniles. “Luz del valle”, seudónimo con el que firmaba sus creaciones escribió, además, 15 obras de teatro, entre ellas: “Mal sin ellas… peor que ellas”, “Los niños prodigio”, “Sin fundamento fundamental”, “Una extraña petición” y “Al suelo cae la suerte”.
Eduardo Montoya Mora declara que su madre se ha convertido en un personaje representativo de las letras en Lambayeque debido al ímpetu que con el que transmitía sus sentimientos. “Recuerdo que cuando tenía 12 años mi madre se sentaba a mi lado y leía su composición para después preguntarme qué tal me parecía… yo contestaba: ‘Está lindo mamá’”, comenta, agregando que junto a su hermana Rosario conserva versos inéditos de la poetisa, los mismos que esperan editar y publicar.
Estrella Mora escribió a puño y letra muchos libros que son conservados por su familia, entre los que figuran: “Caminos del amor”, “Adelante”, “A lo ancho del Perú” y “Susurros al viento”. Además, realizó dedicatorias como: “Cartas profundas” y “Madre”, en memoria de Rosario Risco, su progenitora.
El Instituto Nacional de Cultura le confió a Estrella Mora la dirección de la sede Lambayeque por cinco años, entre 1981 y 1986, realizando una acertada gestión cultural. “Implementó la biblioteca del instituto, convocó a poetas y artistas, efectuando con su participación un programa de bellas artes, trayendo a Lambayeque al Ballet Nacional. Ese mismo año ayudó a fundar SERCOFE Chiclayo, institución de servicio a la comunidad femenina y en la que volcó su experiencia intelectual y liderazgo”, comenta.
Colaboró con la gestión cultural del gobierno edil de Gerardo Pastor Boggiano, en 1998 fundó el Círculo Cultural Femenino Lambayecano – CICUFEL, y ese año, junto a Alfredo José Delgado Bravo, develó el busto del escritor chiclayano José Eufemio Lora y Lora en la Biblioteca Municipal.
Estrella Mora incursionó también en la música, dejando algunas composiciones grabadas con el acompañamiento de guitarra. “Ha escrito obras teatrales, valses y marineras que conservo en un CD con su voz”, comenta.
Para Eduardo Montoya, llevar el apellido Mora es motivo de orgullo. “De los poemas de mi madre, ‘Adelaida Hurtado’ era mi favorito, me ha dado muchas alegrías. Es un escrito muy profundo dedicado a una maestra que hacía sacrificios para llegar al aula, situación que describe la vida de los profesores en la actualidad”, agrega.
Algunos de sus poemas fueron incluidos en el libro “Poesía peruana para niños”, de Alfaguara. Estrella Mora falleció el 5 abril del 2006, a los 79 años.
“Lo que se hereda, no se hurta”, reza el refrán que bien puede aplicarse a la vida de Carlos Raúl Rodríguez Souquon, hijo del reconocido músico lambayecano, Encarnación Rodríguez Chiscul.
“De mi papá heredé el oído musical. Puedo saber quién toca y quién no, quién afina o desafina, así como qué acordes están bien o mal”, cuenta Carlos Raúl, quien lidera una orquesta desde hace muchos años y en el ambiente musical sigue recibiendo hasta ahora innumerables elogios cada que le preguntan si es hijo del buen Encarnación Rodríguez.
Carlos Raúl cuenta que su padre, además de esforzarse siempre por darles lo mejor a él y sus seis hermanos, siempre tenía detalles para con ellos acompañado de su fiel trompeta. “Incluso cuando ya hemos estado casados, mi papá se aparecía tocando ‘Las Mañanitas’ en nuestros cumpleaños”, recuerda.
Revela que Encarnación Rodríguez, quien era recano de nacimiento, fue formado en la música por su tío Desiderio Incio. Integró desde muy joven distintas orquestas como la Bossa Jazz y otras del departamento, algunas de las cuales lo llevaban exclusivamente para competir en los concursos.
“Hubo un tiempo en que mi papá perteneció a la Base Militar del Grupo Aéreo Nº 6 de las Fuerzas Armadas del Perú – FAP, y era el único músico que salía de Chiclayo a Lima para conformar la banda principal de la institución”, sostiene.
Pocos saben que Encarnación Rodríguez no siempre fue bien recibido en la banda del San José. Carlos Raúl cuenta que su papá empezó trabajando en el colegio Ramón Castillo de Pucalá, con cuya banda conformada por niños de primaria ganó mucho prestigio en la zona; luego pasaría al Santa Lucía de Ferreñafe, donde en uno de los tantos desfiles que dirigió a la institución fue observado por el profesor Fernando Chirinos del San José.
“El director de la banda del San José, Victorino Amaya Paiva ya se había jubilado, y el profesor Chirinos al observar cómo dirigía mi papá lo invitó a trabajar al San José. Sin embargo, los exalumnos del colegio que conformaban la banda se resistieron al cambio de director, lo que ocasionó que mi padre quisiera renunciar”, recuerda.
Sin embargo, cuenta que Fernando Chirinos le dijo a su padre: “Encarnación, tú no has venido a pedir trabajo, a ti te hemos invitado a integrar la plana del San José, así que tú toma las decisiones que debas tomar”. Fue así que en ese momento Rodríguez Chiscul preguntó a los chicos quiénes quería integrar realmente la banda, pues estaban a un mes de un desfile. Muchos de ellos, sobre todo exalumnos, se abstuvieron de participar, por lo que les agradeció por su tiempo prestado y empezó a convocar a jóvenes de segundo y tercer año de secundaria. Su esfuerzo sirvió, pues ese año, 1986, ganaron el concurso departamental, regional y fueron campeones nacionales en el concurso de banas escolares en Tacna.
“Dicen que me parezco mucho a mi papá. Tengo 36 años como docente y los que me conocen también han compartido con mi papá y me lleno de orgullo cada vez que recibo elogios sobre su persona”, sentencia.
Encarnación Rodríguez falleció en julio del 2017 a los 80 años de edad.
Descendente de quien encontrase a la Cruz de Motupe en la gruta del cerro Chalpón, ella atesora en sus recuerdos de niña las largas jornadas de algarabía que se vivían el día previo al 5 de agosto, cuando el sagrado madero bajaba a la ciudad.
“Nosotros vivíamos en Mocupe y nos íbamos unos días antes de la fiesta a Motupe, donde la abuela en su casa daba posada a la gente que bajaba de la sierra y ellos en agradecimiento le regalaban cancha, papa, cuyes y demás productos que traían de su cosecha”, cuenta.
Recuerda que tenía 5 años cuando subió por primera vez a la gruta junto a sus padres y hermanos. Se apoyaban de un bastón, pues no estaban instaladas todavía las escaleras que hay ahora para subir. “Cuánta gente no se ha caído antes intentando llegar hasta la cruz”, refiere.
Si bien la devoción al madero de Chalpón le fue inculcada desde pequeña en las largas pláticas donde contaban la proeza de José Mercedes Anteparra, señala que esta se confirmó, si acaso hacía falta, con dos milagros en su familia.
“A un primo hermano mío, descendiente directo también de la familia Anteparra, le habían detectado cáncer de uretra y un día mientras miccionaba sintió un poco de dolor. Al acudir al doctor este le dijo que existía la posibilidad de que el tumor haya crecido. Él acudió junto a sus hijas al Cerro Chalpón para rezarle a la cruz y días después cuando el médico le leyó los resultados, el tumor había desaparecido”, relata.
El segundo milagro, señala, ocurrió con una de sus sobrinas, hija precisamente del primo que se sanó milagrosamente. Cuenta que ella, quien radicaba en Italia, no podía concebir. Tras un largo viaje desde Europa, llegó a Chiclayo y fue a adorar a la cruz. Antes de volver sintió unos malestares y su tía, quien era enfermera, le hizo una prueba de embarazo, la misma que salió positiva.
Liliana Bances sabe lo que significa llevar el apellido Anteparra, pues el solo mencionarlo hace una conexión directa con Motupe. “Para nosotros es un orgullo ser descendientes de quien descubrió la cruz. En todas las misas que realizan en honor al santo madero siempre mencionan a don José Mercedes y es un recordar de la herencia que nos dejó”, cuenta.
Aunque hace muchos años que la familia Anteparra dejó de organizar como mayordomo la fiesta de la cruz, considera que no hace falta ello para seguir cultivando la devoción, pues no habrá generación a la que no se le cuente que el 5 de agosto de 1868, un joven motupano escaló el cerro Chalón y encontró en la cima la misma cruz que hoy veneran en el Perú y el mundo.
Don Carlos Urbano Balarezo Valera nació en Guadalupe, Pacasmayo, el 7 de enero de 1922. Se desempeñó como profesional en administración en la Hacienda Mocce, ubicada en la ciudad de Lambayeque, para después ser gerente y, por último, copropietario de la misma hasta 1963.
Trabajando en Lima para las compañías Koenning S.A y Neocont S.A, por intermedio de un ministro del presidente Juan Velasco Alvarado, el Gobierno Revolucionario lo llamó para ocuparse de la prefectura de Lambayeque. En ese tiempo el régimen enfrentaba la crisis debido a la reforma agraria, lo que no fue problema para este, debido a las virtudes que tenía para hacer amigos y por los vínculos de conciliación que creó con los afectados.
En 1975, al producirse el levantamiento de Tacna, al mando del general Francisco Morales Bermúdez contra el gobierno de Velasco Alvarado, se dispuso que todos los prefectos departamentales sean relevados. Todos, a excepción de Balarezo Valera.
De este modo, permaneció en el cargo hasta 1980, año en el que le tocó entregar la banda prefectoral a Julio Armas Loyola. Al concluir su servicio público, Morales Bermúdez distinguió al ilustre ciudadano con la Orden El Sol del Perú, máxima condecoración otorgada por el Estado Peruano en reconocimiento a sus servicios a la Nación.
“Tenía un don divino de inspirar confianza. Mi padre ponía paños fríos y resolvía problemas a pesar de la oposición, era jovial y de ironía muy fina”, cuenta Carlos Balarezo hijo, añadiendo que admiraba su forma para resolver controversias.
Uno de esos pasajes – relata – fue el sepelio de la dirigente magisterial Fanny Abanto Calle, al que acudió en representación del gobierno militar. Según refiere no hubo ninguna muestra de rechazo a la autoridad política, pese a que entre los maestros existía la convicción de que el deceso de la educadora se debió a la brutal represión durante la huelga de 1979.
“En el período que fue prefecto, mi padre fue visitado por el presidente del Club Juan Aurich y desde ese momento se vinculó mucho con el fútbol, llegando a gestionar, debido a sus vínculos amicales, la participación en un partido definitorio de uno de los jugadores, quien se encontraba detenido por el incumplimiento de pensión alimenticia. El jugador fue trasladado del penal y retornado por la Guardia Republicana”, narra.
Además de su trato, era característico en Carlos Urbano Balarezo el uso de una venda en la mano izquierda. Esta tenía como función cubrir una cicatriz resultado de un accidente ocurrido en sus años mozos, la misma que solo conocían su madre y su esposa.
Carlos Urbano Balarezo tuvo una larga y fructífera vida institucional. Reactivó la Asociación Pro-Marina del Perú Filial Chiclayo con el cargo de presidente, fue 17 veces vicepresidente del Casino Civil Militar de Lambayeque, teniente a alcalde en la “Ciudad Evocadora”, además de miembro activo del Comité de Apoyo a los damnificados del Fenómeno El Niño en 1998, acción que fue reconocida por el pueblo y el gobierno de aquel entonces. También fue presidente del patronato de Cultura del Departamento, socio del Club de Tiro N° 77, del Círculo Departamental de Empleados y directivo del Club de la Unión. A ello se suma su activa vida en el rotarismo. De hecho, fue el gobernador de distrito más joven del mundo, representando al país en Japón, México y Estados Unidos.
Se casó con Maruja Mesones, con quien tuvo seis hijos: Carlos Antonio, María Teresa, María Consuelo, María Victoria, Ana Cecilia. A ello se suma un hijo mayor y primogénito, Carlos Manuel. Falleció el 13 de mayo del 2003, a los 81 años de edad.