Cobijada en todas las esferas de lo humano, la vanidad prospera también muy bien en los predios del poder. Y ninguna forma más primaria de ésta que la vanidad del propio cuerpo.
El tema de los “retoques” estéticos que la presidenta peruana Dina Boluarte se habría procurado sobre el rostro, dejando el cargo aparentemente en “piloto automático” una cantidad indeterminada de días, cierra las noticias políticas nacionales del año con un halo de fatuidad. Pero más allá de la exuberancia de un asunto que no debió distraer a la opinión pública de lo verdaderamente trascendente, este capítulo -por ahora anecdótico- nos recuerda una relación que trasciende lo fatuo con amplia historia: la de la vanidad con el poder.
Entendida como el exceso de amor propio y la preocupación por la apariencia y la reputación., la vanidad no llegó a constituirse en uno de los siete pecados capitales sancionados por el papa Gregorio I (540-604 d.C.) quien popularizó la lista en su tratado "Moralia in Job". Sin embargo, funciona como articulador básico de algunos de esos pecados veniales como la soberbia, la avaricia, la ira, la envidia. La propia iglesia católica considera que la vanidad un pecado ya que puede llevar a la persona humana a priorizar su propia imagen y reputación sobre la virtud y la moralidad.
A nivel histórico, la vanidad ha sido un tema recurrente en la literatura y el arte. Ya en obras mayores, ya en otras de menor calibre, por ejemplo, ocupa un sitial temático importante en la literatura. Baste citar a Blancanieves, de Jacob y Wilhelm Grimm, cuento infantil clásico en que la vanidad personificada en la madrastra de la protagonista desata sus iras sobre la joven, y con ello el hilo de una historia archiconocida. En la célebre y grande "La Divina comedia", Dante Alighieri (1265 – 1321), pone a la vanidad como uno de los pecados que se castigan en el purgatorio, y a algunos personajes conocidos de su época como vanidosos sufrientes en un sin retorno del que lo único que pueden hacer para alcanzar el cielo es superar sus inconductas vanidosas.
Vanidades y poder
La historia de la vanidad es en sí una historia del poder. Y viceversa. Ya a nivel general, ya a nivel específico – casuístico. Se sabe, por ejemplo, que en el Egipto antiguo el maquillaje se inventó para hermosear la apariencia de las élites, comenzando incluso por la de los varones. Calvos y calvas por cuestiones de higiene, lampiños del resto del cuerpo a voluntad por la misma razón, los gobernantes egipcios se ataviaban la cabeza con elaboradas pelucas; y el cuerpo, con joyas preciosas. La herencia faraónica de maquillaje y cosmética (incluido el uso de pelucas, prótesis, caretas y máscaras) perduró hasta el siglo XVIII con las monarquías europeas y su decadencia. En otras culturas antiguas tan disímiles como la china, la india y la azteca, maquillajes y atavíos estuvieron siempre al servicio de la vanidad de las élites gobernantes, esto es sus reyes, sacerdotes y cortes.
Ejemplos específicos abundan en todas las épocas y geolocalizaciones. Nefertiti (1370 – 1331 a. C.), reina de Egipto, usó, a favor de su vanidad, la propaganda política para promocionar su imagen y la de su marido, el faraón Akhenatón. Su belleza y su carisma la convirtieron en una figura icónica de la historia egipcia. Catalina la Grande (1729 – 1796), emperatriz de Rusia, de mano firme y dotes de estratega, expandió el Imperio ruso vía conquistas y reformas; pero también cultivó una vanidad y devoción por el lujo que le aumentaron su fama: mandó construir numerosos palacios y jardines, y se rodeó de artistas y filósofos que le amenizaban la compañía. Un caso particular, más delante, fue el Grace Kelly (1929 - 1982), princesa de Mónaco: no fue una gobernante en el sentido tradicional, su vanidad y culto por el glamour –que traía del mundo del cine hollywoodense donde fue actriz- la convirtieron en una figura icónica de la realeza tras casarse con el príncipe Rainiero III de Mónaco en un evento mediático de gran magnitud.
En su relación con el poder, es de aclarar que la vanidad no es exclusiva de las mujeres ni mucho menos. El imperio romano tiene en Calígula (12 – 41 d.C.) y Heliogábalo (203 - 222) a dos emperadores conocidos ampliamente por sus exuberancias pro vanidad, lo que marcó sus vidas… y aceleró sus muertes. Por pura vanidad, Calígula nombró a su caballo senador y se hizo construir un barco – palacio con pistas de baile, termas y otras desaforadas ocurrencias sin precedentes para la inventiva naviera de todos los tiempos, antes y después. A su turno, Heliogábalo, de 14 años de edad, ascendió al trono imperial y comenzó un reinado marcado por la polémica de sus excesos y lujos de una corte autocomplaciente con ella misma y distante del pueblo. Tras cuatro años, el joven emperador fue asesinado en un complot anunciado.
Cobijada en todas las esferas de lo humano, la vanidad prospera también muy bien en los predios del poder. Y ninguna forma más primaria de ésta que la vanidad del propio cuerpo. Más contemporáneos y menos trágicos, la Historia reciente ya documenta los casos del expresidente de Francia, Nicolas Sarkozy (1955), tras someterse a una cirugía de lifting facial para mejorar su apariencia; el del ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi (1936 – 2023), objeto de rumores sobre sus cirugías estéticas, incluyendo tratamientos de rejuvenecimiento; y el de Vladimir Putin (1952), actual presidente ruso, de quien se afirma ha recurrido a la cirugía estética para mantener su apariencia juvenil.
Las mujeres mandatarias también han protagonizado casos importantes de vanidad. Uno histórico es el de la emperatriz Wu Zetian de China (624 – 705 d.C.), la única mujer en dicho país en gobernarlo por propio derecho, tan bella como vanidosa, poseedora de una colección de joyas y lujosos enseres que rivalizaba con las de los emperadores masculinos. Más adelante en el tiempo, vendría la reina Ranavalona I de Madagascar (1778 – 1861), bien conocida por no haberle hecho ascos a los lujos, y de quien se afirmaba poseía una colección de más de 1.000 vestidos y que se pasaba, cada día, horas de horas engalanándose. Ya en el siglo XX uno los casos más sonados ha sido el de Imelda Marcos (1929), ex primera dama de Filipinas, cuya pasión por los zapatos se volvió legendaria, tras haberse hecho de una colección de más de 1.060 pares, a lo que le sumó-obviamente- mucha ropa de diseñador y bastantes joyas.
La vanidad no es, con todo, monopolio de gobernantes. Y cuando lo ha sido, en su defensa, apuntar que muchos líderes, de hecho, han utilizado su imagen y carisma (construidos con algo o mucha vanidad) para promocionar políticas y objetivos. Empero, en no pocos casos, la vanidad los ha obnubilado y llevado a tomar decisiones y ejecutar acciones de consecuencias negativas para el pueblo y fatales para ellos mismos. Y con ello la Historia ha dado vuelcos de tuerca. Dos casos emblemáticos fueron el del Rey Luis XVI (1754 – 1793) y su esposa la reina María Antonieta (1755 - 1793), cabezas de una realeza francesa que no supo sintonizar con un pueblo que hambriento del estómago y sediento de justicia, les hizo pagar a los monarcas… precisamente con sus cabezas. Un siglo más tarde, el Zar Nicolás II (1868 – 1918) emperador de todas las Rusias, repetiría un error parecido y tras no haber aprendido las lecciones que deja la Historia, moriría acribillado a balazo limpio con toda su familia, una madrugada fría y aciaga en el sótano de la ahora afamada casa Ipátiev, o “casa del propósito especial”.
Pensando la vanidad
Aunque Friedrich Nietzsche (1844 - 1900) fue severo con la vanidad al afirmar que se trata de "[…] una forma de cobardía, porque nos hace temerle a la opinión de los demás", y más o menos como él, la han sancionado otros pensadores ilustres como Sócrates, François de La Rochefoucauld e Immanuel Kant, en las antípodas algunos eruditos han tratado a la vanidad más complacientemente. En su “Historia de la belleza”, por ejemplo, Umberto Eco (1932 - 2016) entiende a la vanidad como una extensión misma de la búsqueda y perpetuidad de la propia belleza en un mundo que se rige por leyes naturales que nos hacen elevar ésta a la categoría de un valor para rechazar su antítesis: la fealdad.
La vanidad discurre bien en el arte y la cultura, como en la realidad, porque es bastante humana, y por ello resulta ineludible. Presente a lo largo de la historia, ya desde casos domésticos hasta emblemáticos (algunos de los que hemos repasado) en la época moderna, la vanidad sigue siendo un tema relevante para la sociedad, que da que hablar, hacer e investigar. Y ha prosperado en contextos cada vez más favorables: primero con la cultura de los ‘mass media’, desde lo audiovisual sobre todo, y luego con la de las redes sociales y las celebridades -influyendo en patrones sociales y estereotipos- se ha erigido un entorno en el que la vanidad y la autopromoción son pan de cada día.
Tienen vigencia, así, tanto el pensar del escritor Jorge Luis Borges (1899 - 1986), respecto a que la vanidad configura un espejismo que antepone a la belleza y la juventud sobre la propia vida, como la cita de su colega de un siglo antes Oscar Wilde (1854 - 1900) quien espetó: "La vanidad es el espejo en el que nos miramos a nosotros mismos, y nos gusta lo que vemos".
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(*) Colaborador y articulista
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