La administración del gran mariscal José de la Riva Agüero, primer presidente de la República Peruana, duró menos de cuatro meses, entre febrero y junio de 1823. Sin embargo, como destacó el historiador canadiense Timothy Anna, en ese corto período sus logros fueron mayores que los de la Junta Gubernativa que lo precedió o de su sucesor Torre Tagle.
Rodeado de gran popularidad, Riva Agüero representaba el sentimiento nacionalista peruano, y, como diría el historiador argentino Mitre, “favorecido por las circunstancias y por el desprestigio de la administración anterior, correspondió á la espectativa en los primeros momentos, por su actividad y por las acertadas medidas que el instinto de la conservación indicaba”.
El apoyo extranjero
Uno de los aspectos claves de la labor de Riva Agüero fue la búsqueda del respaldo extranjero para la causa patriota. Su gobierno inició, encauzó o se benefició en algunos casos, de las relaciones gestadas desde el protectorado sanmartiniano. Así, Riva Agüero recibió el dinero proveniente del primer empréstito contratado el 11 de octubre de 1822 en Londres por los enviados sanmartinianos García del Río y Paroissien. El monto nominal fue de 1’200,000 libras esterlinas, y el Congreso aprobó el contrato por ley del 12 de marzo de 1823. Con ello, el gobierno esperaba asegurar la buena relación con el Reino Unido.
Por otro lado, el 8 de marzo, se ofreció una recepción al primer agente consular de los Estados Unidos en el Perú, Mr. Stanhope Prevost, cuya llegada suponía el reconocimiento de su país a la independencia peruana. El brindis del presidente fue por una eterna “alianza y amistad entre los estados de Norte-américa y el Perú”.
En los días previos al pronunciamiento militar de febrero, el Congreso había designado ministro plenipotenciario en Chile al diputado huaracino José de Larrea y Loredo; Riva Agüero ratificó sus poderes, buscando a través de él, lograr los auxilios de tropa y dinero pedidos al gobierno chileno del general Ramón Freire. Larrea y Loredo logró celebrar un tratado de auxilios que aseguró el auxilio chileno de hasta 3 mil hombres, debiendo el Perú costear el transporte y sueldos de la tropa. Lamentablemente no se logró una respuesta positiva del gobierno de Buenos Aires, pese a los esfuerzos del ministro peruano, vicealmirante Blanco Encalada, respaldado por San Martín.
Sin embargo, lo que más interesó al gobierno fue el respaldo de las fuerzas colombianas. Ya el Congreso, impulsado por el naciente nacionalismo surgido tras la partida de San Martín, había tenido resquemores ante la posible llegada del Libertador Bolívar a tierras peruanas, temiendo el impacto de su presencia en el proceso independentista; en octubre de 1822, un vehemente Luna Pizarro manifestó que de venir Bolívar, aspiraría “á hacerse déspota, y dominarnos como á esclavos”, como efectivamente ocurrió. Riva Agüero, un nacionalista a ultranza (como consta de su Manifestación histórica y política de la revolución de América, y mas especialmente al Perú y Río de la Plata, publicado en secreto en 1818), compartía esos temores, pero ante el peligro realista, veía necesario restablecer la fuerza militar de la naciente República. Para ello, envió al general Mariano Portocarrero a negociar con Bolívar el envío de un ejército colombiano, el que bajo el mando del general Antonio José de Sucre y con una fuerza de 6 mil hombres, arribó en mayo. El Perú debería equipar y pagar a las fuerzas auxiliares, reemplazando numéricamente las bajas con soldados colombianos existentes en los cuerpos peruanos o con prisioneros peruanos; esta disposición sería una de los reclamos que Bolívar usó en 1828 para declarar la guerra al Perú.
La reorganización militar
La necesidad más urgente tras los desastres en la campaña del sur, era la reorganización del ejército peruano. Del ejército de Alvarado, regresaron los restos de las divisiones rioplatenses y chilenas; la división peruana casi desapareció en su totalidad. El mando en jefe fue confiado al general Santa Cruz; se intentó poner al mariscal Arenales a cargo de la organización de un ejército de reserva en Huaylas, pero el viejo militar, disconforme con el rumbo que tomaron los acontecimientos, se alejó del Perú.
Para aumentar las tropas patriotas, Riva Agüero envió al comandante Antonio Gutiérrez de la Fuente a Trujillo para levantar fuerzas de reserva; en esa tarea, el coronel Ramón Castilla organizó el 4° Escuadrón de los Húsares del Perú, que se cubriría de gloria en los campos de Junín. El ingeniero militar alemán Althaus se encargó de preparar fortificaciones en Lima. Además, se brindó un auxilio económico de 60 mil pesos a las maltrechas fuerzas chilenas sobrevivientes de Torata y Moquegua.
No se limitó el gobierno a las medidas inmediatas para derrotar a las fuerzas realistas, sino que se preocupó por la preparación profesional de las fuerzas militares, decretando el 8 de marzo de 1823, el establecimiento de una academia militar para la instrucción de cadetes y guardiamarinas, a fin que en el futuro, nadie sirviese en las fuerzas peruanas sin haber estudiado y aprobado los exámenes que propondría el reglamento de la academia.
El 6 de marzo, se designó al vicealmirante Martín Jorge Guise como jefe de la escuadra peruana, que en aquel momento se hallaba disminuida y desmoralizada. El marino inglés, fiel a su patria de adopción, por la que sacrificaría la vida en 1828, mostró gran dinamismo en la reorganización de la escuadra, preparándose para reforzar el bloqueo de las costas dominadas por las armas realistas y para cooperar en la inminente segunda expedición al sur. Esta segunda expedición, al mando del general Santa Cruz, zarpó del Callao en la segunda quincena de mayo de 1823, dejando Lima protegida por fuerzas reducidas, lo que sería aprovechado por las fuerzas realistas del teniente general Canterac.
La primera pugna entre Congreso y Presidente
Con esta actividad, Riva Agüero esperaba contar con las fuerzas auxiliares de Chile y de Colombia, además de los recursos provenientes del empréstito, todas obras iniciadas en el protectorado de San Martín. Sin embargo, como apuntó Paz Soldán, “el vulgo solo vé los resultados creía que á Riva-Agüero se le debía el mérito del buen aspecto que tomaban las cosas públicas. La vanidad dominaba á ese mandatario y ella lo derribó bien pronto”.
Tal vanidad se vio reforzada por los gestos aduladores con que una facción del Congreso buscó congraciarse con el nuevo presidente. El presidente del Congreso, Araníbar, lo comparó con Escipión el Africano, y días después, Riva Agüero fue ascendido a gran mariscal; aunque el presidente intentó renunciar al grado, se le respondió que el ascenso era por el decoro del cargo. Con gestos así, el Congreso aparentemente parecía ser complaciente con el gobernante que llegó al poder por la fuerza y contra su voluntad.
Ello fue sólo al principio: el ascenso de Riva Agüero, sin haber participado en algún hecho de guerra, lo obligó a tener una tendencia de ascensos a oficiales adictos para poder ganar prosélitos a su causa. Una importante facción del Congreso no olvidaba la afrenta del nombramiento presidencial forzado, evidenciándose en acuerdos y disposiciones que negaban autoridad al presidente de la República, que recordemos, no tenía fijado sus atribuciones. Y esa polarización se exacerbó con la presencia de las fuerzas colombianas de Sucre, quien traía instrucciones de favorecer el arribo de Bolívar al Perú, aprovechando al máximo la división entre ambos poderes.
1823 sería un año crítico para la causa patriota en el Perú.
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(*) Historiador, abogado y docente universitario.