“…la materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad humana, y los escritores, como los buitres, se alimentan preferentemente de carroña.”. Mario Vargas Llosa- En Historia secreta de una novela. 1971. (La casa verde).
El oficio de escribir quizá sea uno de los más sibilinos, poco comprendidos y tan novelesco como el propio sustrato placentario del numen inspirador. Escribir en unos puede ser una efímera moda, un estilo o pose de divo, en otros, una perentoria necesidad para no olvidarse que uno existe.
Escribir –por un momento anclado de nuestra existencia- se puede tornar en una experiencia mágico-religiosa. Escribir es un acto de complicidad secreta con el silencio y contigo mismo. Es un acto de redención y de rebelión, es un suceso confesionario. Es una práctica confabulatoria y subversiva, intimista y acaso hasta suicida. Uno deja esparcido metáforicamente todas sus tripas en las letras amarillentas de la sintaxis como indicio de amor y desamor, como santo y seña que el signo no solo canta, habla, sino que revela una existencia real y ficcional, más allá de la semántica y el tráfago de las horas. Cuando uno escribe se muere a poquitos, es un veneno con efecto residual a largo plazo, uno se da cuenta secretamente de su toxicidad, pero puede más el masoquismo de aferrarse a la vida y uno sigue rapsodiando las mariposas fúnebres de la muerte.
Cada escritor –si pretende ser original, no remedón citero de opiniones ajenas- tiene un concepto distinto de lo que implica hacer literatura. Para unos, es una buena estrategia para ganar amigos, enamorad@s o admiradores; para otros es una necesidad existencial desintoxicante; para los más es una actividad comercial de ganarse la vida; para unos pocos es un estilo compensatorio de afianzarse a la vida y un antídoto para la soledad y marginalidad; etc. En mi caso, es para reinventarme cíclicamente cada anochecer y darme por enterado yo mismo que aún sigo vivo.
Escribo bajo el conjuro del manto huero del silencio masoquista y en la sangrienta nada desoladora, en la pírrica soledad moribunda de la hora veinticinco, entre ese bosque negro que me apunta con su gatillo de ansiolíticos: me siento exangüe a fumarme lexema tras lexema una historia borrosa jamás vivida, en el acantilado mismo de la sintaxis. Un verbo albatros le quema el pico a un adjetivo marinero: el rastro de tu historia misma es imperfecta guarnecida de mil adverbios indeterminados, la literatura es la válvula de escape y el punto muerto de los suicidas.
Literatura es todo poco aquello que ciernes y despancas cribando una montaña de palabras escoria sin significado connotativo, trilladas, sin yuxtaposición semántica ni conexión sintáctica, frases mal hechas, burdos clises y dichos pueriles por puro ripio y engorrosidad de cantidad y bulto: literatura son las escasas chispas doradas metafóricas que te queda en un triste y desértico plato después de un concienzudo trabajo de bucanero lingüístico.
Literatura es todo poco aquello que ciernes y despancas cribando una montaña de palabras escoria sin significado connotativo, trilladas, sin yuxtaposición semántica ni conexión sintáctica, frases mal hechas, burdos clises y dichos pueriles por puro ripio y engorrosidad de cantidad y bulto: literatura son las escasas chispas doradas metafóricas que te queda en un triste y desértico plato después de un concienzudo trabajo de bucanero lingüístico. Un escritor se convierte en temido y peligroso cuando dice lo que siente y piensa en voz alta y no hipoteca su conciencia con ninguna ideología política ni gobierno de turno. Escritor que solo luchó para conseguirse una chambita coyuntural y acepta un carguito oportunista y arribista de burócrata, se fregó: pierde toda su autoridad intelectual y se convierte –consciente o inconscientemente- en pregonero y ayayero de quien puesto le dio.
En el terreno de la creatividad literaria hay poetas y poetas, poemas y poemas: la identidad, perfil, nivel y calidad de un texto poético depende –entre otros- del grado de sensibilidad expresiva verbal, el nivel de emociones encubiertas que subyacen en el texto, el nivel de conocimiento y uso consciente del lenguaje literario figurado, el estado emocional en trance cataléptico con el que uno escribe, grado de innovación sintáctica, profundidad del signo y constructo estético y probablemente mucha influencia aleatoria de lecturas magistrales y vivencias significativas propias. Sin nada de ello, solo tendremos un río árido, un vacuo torrente de palabras parias que no hacen poesía, sino es cúmulo ruidoso y sordo que aletarga las horas y los instantes y no suscita ninguna conmoción de emociones a nadie.
Durante unos veinticinco años, desde mi etapa universitaria estudiando literatura en una universidad peruana, y con más de un centenar de escritores, le hemos entrado al debate sobre ¿qué es lo que inspira verdaderamente un poema, un cuento o una novela, de auténtica trascendencia? ¿Es la felicidad, el estado muelle, la bonanza o son las depresiones, la infelicidad, las carencias y limitaciones, el disconformismo o el desequilibrio emocional del autor? ¿Para un poema, te inspira más una mujer ya conquistada o aquella que es imposible conquistar?
La gente cree que un poema alegre de maripositas multicolores o de empalagoso y cursi amor correspondido, se escribe necesariamente en estado alegre: los productos de esta calaña surgen de procesos muchas veces inversos, como un mecanismo subliminal de aspiración soterrada y negada concreción.
Sostengo –empírica y testimonialmente- que son las frustraciones humanas, la soledad creadora y ontogénica, la paranoia subjetiva de la infelicidad, las carencias afectivas, las limitaciones materiales, el estado paria, el inconformismo con uno mismo y con el entorno social, la ansiedad reprimida, la marginación existencial, la carestía de un horizonte cierto, lo que genera el numen creador. Por supuesto que se puede crear en estados más beneficiosos como la felicidad y la bonanza, pero casi siempre con mediocridad y huachafería vulgar intrascendente. Con los premios nobeles, casi siempre el pontificado y la fama los enceguece y los ataranta numénicamente: escriben mejor y son más interesantes antes de ser premiados.
El espíritu humano creador fluye y surge casi siempre en adversidad afectiva. El dolor, el llanto fuerza al alma a sacar lo más virulento, lo más contradictorio, lo sublime, lo sórdido, lo etéreo y son las palabras las encargadas de testimoniar estos estados catalépticos, piezas únicas de la literatura universal. Un desatormentado Dante Alighieri no hubiera escrito su Divina Comedia con la excelsitud universal. Un frustrado enamorado diciochero Pablo Neruda, no hubiera llorado sus 20 poemas de amor y una canción desesperada. Un desatormentado Edgar Allan Poe, no hubiera escrito, producto de una farra de felicidad, sus Historias extraordinarias. Un niño feliz José María Arguedas Altamirano, no hubiera plasmado Los ríos profundos, con tanta vehemencia y nostalgia indigenista. Un Gabriel García Márquez potentado en recursos económicos, no hubiera escrito la biblia latinoamericana de las historias del realismo mágico como Cien años de soledad. Un desatormentado y conformista Arthur Rimbaud, no hubiera plasmado su Una temporada en el infierno, como la síntesis genial y alofónica de un poeta juvenil colapsado a los 15 años.
Ejemplos como tales los hay muchos con y sin felicidad, inspirados en estados alegres o atormentados. Pero el producto final imperecedero se lo llevan aquellos artefactos literarios que tuvieron conflictos transgresores con su tiempo, con el propio autor y con los demás. La felicidad solo produce somnolencia y una literatura para dormirse en el intento de abordarla.
Escribo para no olvidar el solsticio de tus ojos cuando me miran en la noche cruel y yo estoy caído. Escribo para no olvidar tu nombre ni el mío en conjunción ecléctica, cuando hasta los espejos no rebotan ni nuestros rostros ni nuestros nombres. Escribo para poder seguir viviendo aún en la agonía de mi soledad abisal y mi silencio congelado a 32 °F. Escribo para no olvidarme que la noche aún empieza y tú ya no estás conmigo.
Escribo para no perder anquilosado la brújula de tu mayéutica existencia. Escribo para despejar del espejo esa bandada bandida y negra de pájaros cuervos de la muerte. Escribo sin la pretensión de sabotear tu nombre ni tu olvido. Escribo para incendiarme cada amanecer y dar signos vitales de mi existencia. Escribo para opacar el vidrio que trasluce el féretro de mi propio sepelio. Escribo para exorcizar mis miedos y petardear el complot ágrafo de mis lagunas semánticas.
*Narrador, docente universitario, comentarista crítico, gestor cultural y editor.