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¿VIDRIOS ROTOS O DIAMANTES? ¿Existe realmente la “generación de cristal”?

Escribe: Víctor H. Palacios Cruz (*)
Edición N° 1386

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Hace un tiempo escuché a dos colegas desembalsar sus frustraciones: “¡Los jóvenes de ahora son banales, no tienen aguante, no leen nada, se quejan de todo y paran mirándose en el celular! Son la «generación de cristal», pues”. Poco después me preguntaba a mí mismo por qué insisto en dar mis clases gastando hasta el último resto de energía hilando junto a mis estudiantes historias y razonamientos, con la ilusión de volver el aula en una ventana que da al mundo.

¿Realmente son los alumnos de los últimos años los más académicamente limitados que he tenido en mi larga trayectoria de profesor de universidad? En las evaluaciones que propongo compruebo efectivamente una capacidad decreciente de escritura, composición de ideas y retención de contenidos. Lo que coincide con la necesidad que experimento de aumentar mis esfuerzos didácticos para favorecer la fijación de las ideas, en la certeza de que un acompañamiento anímico agradable acrecienta la huella de todo aprendizaje.

Aquí y allá, una y otra vez, escucho decir que la juventud ‘post-milennial’ se halla comparativamente disminuida en sus disposiciones cognitivas, prácticas, sensoriales y emocionales. Sin embargo, existe una parte de los hechos que vuelve cuando menos discutible esta adjetivación. Creo sinceramente que lo que es de cristal no es el público que llena los recintos estudiantiles, sino nuestra propia época. Época sobre la cual los adultos, y nuestros mayores, compartimos una grave responsabilidad.

Para empezar, así como en general nuestra cultura plantea una relación distinta con la música, el cine y los libros, así también la enseñanza ha quedado rezagada al mantener el diseño de espacios y metodologías para una audiencia que ya no es la que los inspiró en su momento. Una audiencia que, ante todo, no debería ser más solo “audiencia”, sino una concurrencia participativa que, como veo en mis clases de Filosofía, juega un papel activo en la generación de las ideas.

Al margen de todo ello, identifico tres variables amplias que condicionan, sin condenarlo, el desempeño estudiantil cuando menos en esta parte del mundo, y que es ineludible contemplar someramente siquiera.

 Una variable universal

No fueron los chicos que vienen a las aulas los que concibieron las tecnologías que ahora tiranizan sus sentidos y tampoco los que decidieron las funciones adictivas de las redes sociales. No los eximo de toda culpa, por supuesto, y más bien les digo en clase que lo que seamos mañana como humanidad no es algo que “sucederá”, sino algo que ahora mismo “decidimos” con nuestros hábitos y rutinas.

Sin embargo, es justo decir que la migración de casi toda la vida al medio digital habría sacudido, quizá más severamente, los nervios de los adultos que ahora recriminamos a los más jóvenes su desafecto por la lectura y por todo lo que exija detenimiento, así como su volubilidad afectiva y la angustia que les causa el saber que, a través de sus pantallas, se exponen al implacable escrutinio de millares de desconocidos.

Ignoro si la alteración de nuestro poder de atención es una regresión de impredecibles consecuencias para nuestra propia especie, o tan solo el largo período de transición que nos llevará finalmente a una facultad de conocimiento más abierta e integradora. Mientras tanto, hay que reconocer que la niñez y la pubertad conforman precisamente la población más vulnerable sobre cuyas manos hemos puesto una tentadora variedad de tecnologías que nos obligan imperiosamente no a hacer calificativos, sino a reconsiderar la educación y la crianza.

Una variable temporal

La crisis sanitaria mundial provocada por el COVID-19 fue, para todos en mayor o menor grado, un cataclismo que, sin haber motivado hasta ahora los cambios sociales que esperábamos, sí ha lastimado en cambio nuestros cuerpos y nuestras psicologías. Unos meses de cuarentena y encierro en la inmaterialidad virtual nos despojaron de la irremplazable vivacidad del aire puro, la interacción personal y el desplazamiento exterior.

Mis alumnos admiten que aprendieron poco en ese paréntesis de desarreglos de sueño y presión emocional, dentro de un cobijo familiar acosado por la incertidumbre económica, el dolor, el miedo a la muerte y el luto mal vivido. La posterior vuelta a la presencialidad confirmó lo que sospechábamos: que la virtualidad funciona solo en áreas muy reducidas de la comunicación y la enseñanza.

El caso es que los alumnos que recibimos en la universidad llegaron, tristemente, sin haberlo merecido. Los engañamos. Y aquí siguen, sobreviviendo al déficit de varios aprendizajes esenciales. A cambio, llegaron anhelantes de ese fenómeno inimitable que es la palabra acogedora y amable, con todo derecho sensibles al desprecio que habían conocido durante su enclaustramiento digital. Más conscientes, también, de derechos por los que la humanidad luchó a lo largo de de los siglos.

Una variable local

A todo lo cual hay que añadir que los jóvenes peruanos estudian a la sombra de una educación en estado de catástrofe de la que tampoco son culpables.

Un decreto de la dictadura fujimorista de los 90 liberalizó la creación de universidades minimizando los requerimientos técnicos y humanos que acreditan una genuina calidad educativa. Sobrevino entonces una explosión de universidades con la consecuente devaluación de la enseñanza. Tenemos cuatro o cinco veces más universidades que varios países europeos que, sin embargo, duplican o triplican nuestra población, sin que ese aumento haya incrementado el nivel de la producción académica y científica del país.

Muchas de nuestras universidades conforman, apenas, una dispersión de islas de excelencia y abnegación rodeadas por océanos de mediocridad, burocratismo y servilismo laboral. Semejante clima de infranormalidad no puede sino intoxicar al alumnado. ¡Cómo iba a ser de otro modo! Almas en construcción que se ven forzadas a responder con mecanismos de astucia y subsistencia que, más temprano que tarde, afianzarán conductas poco contributivas para una sociedad que aguarda su desempeño más honesto y talentoso.

Ingresar en una universidad es cada vez más sencillo. La selectividad es una parodia en toda regla. Si en otro tiempo varios alumnos se disputaban una plaza en una sola universidad, ahora por el contrario varias universidades-empresa se disputan a cada alumno por medio de redadas de marketing que capturan a chicos que, a la edad de 15 o 16 años, tienen tan pocas posibilidades de saber quiénes son y qué camino quieren seguir.

Conclusión 

Es este panorama sombrío y adverso el que me hace comprender que muchos de mis alumnos que aprueban mis exámenes merecen, en realidad, una calificación mayor, puesto que, para lograrlo, han tenido que vencer más obstáculos que los que yo, en mi tiempo, tenía que afrontar. Son estos casos, por cierto, los que le dan sentido y aliento al trabajo bien hecho que, en los pocos buenos profesores que conozco, resiste la falta de un justo incentivo salarial e institucional.

Con los años aprendí que, en rigor, el encuentro con los chicos en el aula merece un amor profundo. Que importa la elevación de sus pasos y no la veneración de nuestros egos. Sin afecto sano de por medio, las ideas y habilidades que soñamos inculcar se reducirán a una insípida planificación curricular.

Si nuestros jóvenes nos parecen de cristal debe ser porque nos confunde su reflejo, el destello que está esperando de sus profesores mucho más que otras generaciones esperaron de los suyos: el tiempo, la empatía y la paciencia que saque a la luz lo que todo ser humano lleva dentro: el brillo de un diamante.

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(*) Escritor, filósofo y profesor universitario.

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