En el momento más crudo del sufrimiento, cuando el cuerpo se desangra y la humanidad parece haberse rendido al absurdo de la violencia, Jesús eleva una oración sencilla y poderosa: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). Esta séptima y última palabra en la cruz no es un grito de derrota, ni la despedida de alguien que se resigna, sino la proclamación de una confianza radical. Una entrega total, voluntaria y lúcida, que a más de dos mil años sigue cuestionando cómo vivimos —y cómo morimos— en este mundo acelerado, impaciente y profundamente desconfiado.
Como mujer y creyente, esta frase me atraviesa de un modo particular. No solo porque revela la profundidad de la relación de Jesús con Dios como Padre, sino porque en ella se encierra un modelo de entrega que no significa sumisión pasiva, sino la decisión consciente de confiar incluso cuando todo parece perdido.
Una entrega con nombre propio
Jesús no se dirige al cielo de manera abstracta. No dice simplemente “Dios”, ni se refugia en una fórmula impersonal. Dado “Padre”. En esa palabra hay intimidad, afecto, relación. Es un lazo que no se rompe ni siquiera en la hora más oscura. Encomendando su espíritu, Jesús devuelve su vida a quien se la dio, como quien confía en que, más allá del dolor, hay un sentido que escapa a la lógica del mundo.
En una época en la que el control parece ser la moneda de cambio más valiosa —control sobre el cuerpo, la carrera, las emociones, los vínculos— esta entrega nos resulta desconcertante. ¿Quién se atreve hoy a soltar? ¿A confiar? ¿A decir con autenticidad “me pongo en tus manos”? Vivimos a la defensiva, anticipando el golpe, gestionando el riesgo. Y, sin embargo, Jesús muere con una frase que es puro abandono confiado.
¿Qué significa encomendar el espíritu hoy?
Podríamos pensar que esta palabra pertenece a la muerte, que se pronuncia solo al final de la vida. Pero hay muchas formas de morir en lo cotidiano: mueren proyectos, vínculos, expectativas. Hay momentos en que sentimos que ya no damos más, que nos sobrepasa el cansancio, la injusticia, la incertidumbre. En esos momentos, esta frase de Jesús no es solo una despedida: es una forma de vivir.
Encomendar el espíritu hoy significa confiar cuando la vida se vuelve opaca. Significa decir: “Aunque no entiendo, me entrego”. Significa reconocer que hay un misterio que me sostiene, aunque no tenga el control. Para quienes vivimos realidades duras —enfermedades, pérdidas, situaciones agotadoras, soledades que duelen— esta palabra no es poesía, es sustento. Porque saber que no estamos solas, que hay un padre que acoge nuestro espíritu frágil, cambia completamente el modo de mirar el dolor.
Una espiritualidad de la rendición activa.
Desde una mirada femenina, esta entrega no puede confundirse con sumisión o con una espiritualidad que nos invita a aguantarlo todo sin reclamar justicia. Jesús no se entrega por debilidad, sino por amor. Su confianza no es negación del sufrimiento, sino decisión libre de poner su vida en manos de un Dios que no abandone. Esa es la rendición que necesitamos recuperar: no la que calla ante el abuso o la opresión, sino la que transforma el dolor en semilla, la que se atreve a confiar incluso cuando la lógica nos dice lo contrario.
Muchas veces las mujeres hemos sido educadas para callar, para ceder, para ser “fuertes” en el sentido más doloroso de la palabra. Pero esta palabra de Jesús no es una invitación al sacrificio sin sentido. Es un acto de libertad. Y como tal, nos inspira a discernir, a soltar lo que no podemos cargar, a entregarnos sin miedo a ese Dios que cuida incluso en la muerte.
Esperanza que no defrauda
Hay algo profundamente esperanzador en esta última palabra. Porque si Jesús se atreve a confiar en su espíritu, es porque sabe que la muerte no tiene la última palabra. Esta frase abre la puerta al silencio del sábado santo, pero también al anuncio de la resurrección. No es un punto final, es una coma que precede al nuevo comienzo.
En un mundo agotado por el ruido, por la competencia, por la necesidad constante de demostrar, esta palabra nos regala otra forma de existir: más humilde, más confiada, más humana. Nos recuerda que no todo depende de nosotras. Que hay manos más grandes que las nuestras dispuestas a sostenernos cuando ya no podemos más.
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(*) Comunicadora social.
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