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UN DÍA EN EL PARQUE PRINCIPAL DE CHICLAYO

Escribe: Joaquín Obando Sempértigue(*)
Edición N° 1143

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La mañana empieza y las pisadas apuradas ya se mezclan con el sonido del motor de los autos. El aleteo de los pájaros vibra al ritmo de las ramas de los árboles, las cuales reciben los primeros vientos de un nuevo día. El clima es frío en plenitud, pero el ambiente es totalmente acogedor. Los Bancos y las tiendas alrededor ya tienen las puertas de par en par para recibir a sus clientes habituales. Y el parque, sonriente, espera a todos con los brazos abiertos para cobijarlos en un abrazo de amistad.

Se recibe a muchas personas en este lugar, se observa a todo tipo de gente pasar. Banqueros, profesores, estudiantes, artistas, policías, religiosos, extranjeros y hasta animales. Y todos ellos son fugaces, siguen su camino rápido, al igual que los ciclones de viento que esta población está acostumbrada a sentir. Las únicas miradas que en realidad observan están situadas en las viejas bancas del parque: los ancianos. Estos personajes son piezas importantes en la rutina diaria y en las vivencias que suceden allí. En cada esquina encuentras a uno de ellos.  A veces solos, con un cigarrillo en la mano, o a veces en grupo, formando un semicírculo alrededor de sus asientos. Pensando o conversando sobre la vida y sus aventuras. Terminando siempre sus tertulias con una carcajada solemne o un silencio placentero para aquél que les presta atención.

“Mucho gusto. Yo soy Augusto y doy gusto, porque me llamo Augusto”, bromea Augusto, un anciano encorvado y pícaro con el cabello corto y la nariz redonda. Tal vez siempre diga esta frase a alguien nuevo que conozca, y tal vez siempre sonría al decirla. Se encuentra acompañado de tres amigos: Alberto, César y Jorge. Todos de miradas melancólicas y arrugas marcadas, pero con actitud de dignos caballeros inexistentes en estos tiempos. Espectadores de infinitas declaraciones y rechazos de amor. De pedidas de matrimonio. De peleas y celebraciones. De desfiles y conciertos. De gritos, alegrías, llantos, en fin, de historias que han sido olvidadas por este parque y ahora solo quedan en la mente de éstas personas. Historias dignas de ser contadas que solo unos pocos habrán tenido el gusto de escuchar y disfrutar.

Al medio día, el ruido crece al igual que el sol, la bandera peruana es izada en el centro y el parque es atrapado por el calor habitual, mientras los vendedores ambulantes acechan de un lado a otro a la multitud. Una señora sonriente en silla de ruedas vende sus dulces a las personas situadas en cada banca. La ternura de dicha mujer es tan atrapante que a los incautos clientes no les queda de otra que comprarle. Paralelamente, en el mismo lugar, una joven morena modela por la loza principal como si fuera una pasarela parisina, robando miradas de varios transeúntes y logrando vender un refresco por cada suspiro de algún embelesado conductor. Cada vendedor tiene su táctica definida, hasta los lustrabotas, quienes son capaces de todo por remover, pintar o limpiar cualquier zapato que se les presente. Pero no cabe duda que los dejan impecables. Y además son talentosos conversadores, pues pueden hablar horas y horas sobre la más mínima cosa que se le ocurra a su cliente. “Es el oficio de nosotros”, comenta uno, “Es pa’ que la gente no se aburra”.

Quienes se mantienen invisibles en todo el parque son los fotógrafos, en su mayoría gente de avanzada edad, tristes porque ahora “todos pueden tomar fotos”, vagan con su cámara en cuello buscando algún alma caritativa que les pida un retrato para capturar ese momento. Poco a poco se van retirando, con cuatro o cinco fotos vendidas. “Cuando hay eventos ganamos un poco más, un matrimonio o un desfile, pero igual no es como antes”, dice Roy apretando los labios, un fotógrafo de cincuenta y cuatro años que no le queda otro medio para vivir. Aun así, la mayoría de estos nobles hombres siguen amando la fotografía y la aprecian como lo que es, un arte. 

Más tarde, luego del último desfile de los rayos dorados, llega el momento mágico del parque, llega la hora rosa, el atardecer, el “cafesito” caliente, las luces desenfocadas. Los ojos cansados, las pequeñas sonrisas, las chalinas al cuello, las caminatas de los enamorados. Los estudiantes bromeándose al terminar sus estudios, los restaurantes cambiando su carta y los creyentes llegando a la catedral. En un semáforo se ve a gente bailar y hacer malabares cada vez que la luz roja se hace presente. Un vendedor de pulseras sueco se acerca a las personas y les describe los paisajes de su pueblo, mientras les remata alguna pulsera hecha a mano para la protección de los espíritus malignos o para la atracción de la buena suerte. Más allá, se divisa a un niño jugando con las burbujas arrojadas por un señor que las vende. Dentro de esas burbujas quedan atrapadas todas las anécdotas que se vivieron ese día en el parque. Todas esas emociones vuelan y se deslizan un poco por el aire, perseguidas por ese niño inocente con la mano en dirección a estas, hasta que ya no puede alcanzarlas y se queda quieto, admirándolas, cuando de pronto se escucha un “plup” y finalmente se revientan. Dando paso a las nuevas burbujas, más grandes, más bonitas, más brillantes.

Se acerca la medianoche. El último anciano ya ha dejado su banca para dirigirse a su hogar lentamente. El auto policial ha pasado un par de veces, pero al final también ha tomado la decisión de irse. Ya no hay pies moviéndose en el suelo de un lado a otro, solo luces amarillas que reflejan las huellas de esa gran jornada de veinticuatro horas. Unos cuantos jóvenes caminan a lo lejos, arrojando un humo cortado a su paso. Se siente frío y soledad, se escucha un murmullo de almas pasajeras y uno que otro auto se mueve rápidamente por una calle apartada. Mañana amanecerá igual, sucederá lo mismo, la rutina no cambiará. Las mismas pisadas se escucharán y las mismas caras se verán. Y, aun así, con ese pequeño mundo maravilloso girando de la misma forma, una vez más nos volveremos a asombrar.

Estudiante del IV Ciclo de la Facultad de Ciencias de la Comunicación - USAT.

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