Actualmente se ha devaluado el valor de la palabra, tanto, que decir “te doy mi palabra” es casi como esperar que no sea cumplida. Esto no sucede con el mensaje bíblico, donde dar la palabra es sinónimo de firme y fiel compromiso de cumplirla cabalmente. En efecto, desde el inicio del Génesis, se lee “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz” y así, cada elemento de creación se realiza al terminar Su Palabra (Génesis 1, 1 ss.).
Siguiendo la historia de la Salvación, ante el pecado de Adán y Eva, Dios da su palabra de redención por medio del profeta: “Por tanto, el Señor mismo les dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y se llamará Emanuel (Dios con nosotros)” (Isaías 7, 14), dándose cumplimento en Jesús, de acuerdo a los evangelios (Lucas 2, 1-7; Mateo 1, 18-25).
En varias escenas, los evangelios muestran a Jesús expresando palabras que se ven cumplidas. Para muestra un botón: “Niña a ti te digo: ¡Levántate!” al resucitar a la hija de Jairo (Lucas 8, 49-55). Las palabras expresadas por Jesús en la Biblia tienen un profundo sentido y significado para la humanidad, que traspasa la letra y trasforma a la persona totalmente, si es que está dispuesta a sentirlas, pensarlas y vivirlas… las siete palabras que Jesús da en la cruz no son la excepción.
La promesa
Cuando Jesús expresó en la cruz: “De cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43) manifestó palabras de respuesta en una escena de doble suceso: una ofensa injuriosa y una oración de profundo arrepentimiento. Veamos por partes: Siendo Jesús crucificado en medio de dos ladrones, uno de ellos le afrentaba de modo agraviante: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lucas 23, 39) recibiendo como respuesta el silencio de Jesús.
El ladrón de su derecha, por lo contrario, toma palabra para increpar a su acompañante de suplicio, saliendo en defensa de Cristo crucificado: “El otro le reprendió diciendo ¿No temes a Dios tú, que estás en el mismo suplicio? Nosotros lo hemos merecido y pagamos por lo que hicimos, pero éste no ha hecho nada malo. Y añadió: Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino” (Lucas 23, 40-42), recibiendo -en respuesta- la pronta palabra que libera de la culpa y promesa de feliz encuentro: “De cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43).
Los diálogos que diversas personas entablan con Jesús en relatos bíblicos son momentos de oración, entonces cabe preguntarnos ¿cómo dialogamos con Jesús? ¿cómo oramos? ¿cuál es nuestra actitud ante él? Algunas veces podemos tener la actitud del mal ladrón que no acepta lo que ha hecho y que, por lo contrario, exige beneficios creyendo que Dios es como un mago o un genio de la lámpara dispuesto a cumplir caprichos. Y si “no cumple” decimos “qué malo es Dios” o simplemente negamos su existencia. Si así fuera que lamentable actitud la nuestra.
La actitud que debemos tener es la de aquél que, reconociendo nuestros propios errores y pecados, imploramos perdón a Dios encomendándonos a su misericordia, y exclamemos junto al ladrón que fue crucificado a lado de Jesús ¡Acuérdate de mí en tu Reino! Recordemos también que la oración es necesaria para el creyente, es como el ‘oxígeno’ que inhalamos para vivir saludablemente y permite expeler el ‘dióxido’ de lo malo que podemos haber hecho.
Palabras que conmueven
Por otro lado, a lo mejor el no creyente y el escéptico, se pregunten ¿qué puede decirme esto a mí? ¿Qué me dice la pasión de Jesús o sus palabras? Si tienen la actitud de un recto razonamiento, el hecho histórico o la narración -como quieran asumirlo- de seguro que les interpela, cuestiona y reta, porque la vida y mensaje de Jesús no pasa nunca desapercibido, y a pesar de la indiferencia con que se la pueda asumir, siempre habrá momentos cruciales en la vida de las personas, en los cuales las palabras de Jesús conmuevan la mente y el corazón transformándolos en integridad del bien.
La segunda palabra de Jesús en la cruz “De cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”, en medio de su humana agonía, ratifica la divinidad del Cristo al garantizar, en verdad plena, su resurrección. La palabra de promesa cumplida al malhechor que lo reconoce como Dios y que reconoce las indiferencias y bajezas de sus malas acciones, nos las dice Jesucristo también a nosotros invitándonos a la conversión, que no es otra cosa sino ser personas testimonio de su amor en medio de nuestro tiempo.
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(*) Filósofo y Docente Universitario. Investigador RENACYT.
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