Diciembre es y será siempre un mes de fiesta, abrazos, amistad, intercambio de regalos, donde se olvidan los rencores, se ensalza el perdón y se unen los lazos afectivos, no solo porque celebramos el nacimiento del Niño Dios, sino porque nos alistamos a analizar el término de un año más, un año que pudo ser bueno, malo o regular, con sus aciertos y sinsabores, con sus tristezas y alegrías, pero agradecidos al Padre por el regalo de vida.
Las fiestas de Navidad serán siempre para reflexionar sobre el amor, la paz, unión y amistad no solo en familia, sino también entre los mejores amigos y en el caro anhelo de vivir en comunidad con afecto y tolerancia de manera permanente.
Es lógico que encontremos a muchos seres humanos que en estas fiestas no sientan ese entusiasmo de celebración, de regocijo, de renovación espiritual; a ellos hay que comprenderlos, entenderlos porque no siempre lo bueno para nosotros tiene que ser bueno para los demás. El respeto por las creencias y tradiciones es algo que tenemos que abrazar.
Esta Navidad 2016 me permite recordar épocas de mi niñez, adolescencia y juventud, con nostalgia y enorme gratitud porque hubo épocas de carencias materiales, pero el amor, entrega y sacrificio de mis padres llevaron a nuestro hogar lo necesario para la mesa, los juguetes y la ropa de la ocasión y ese mensaje de nuestros progenitores recordándonos que la Navidad es dar amor y agradecer a Jesús, que vino al mundo para salvarnos del pecado.
Este recuerdo me permite desenterrar la labor de mi madre de oficio costurera y de mi padre, carpintero, quienes siempre lo dieron todo para que sus hijos, nuestra familia, viva en amor, paz, entendimiento y unión.
Recuerdo que junto a mis hermanos empezamos organizarnos año a año y el 24 de diciembre con inmensa alegría hemos desarrollado la cena navideña en una mesa bonita, preparando junto a mi madre Manuelita el tradicional pavo y los más ricos platillos, para luego, iniciado el nuevo día, adorar al Niño Dios, sentarnos a la mesa y esperar de manos de nuestra madre lo preparado con inmenso amor.
Después de la cena y el brindis respectivo de alegría por el nacimiento de Jesús nada mejor que abrir los regalos que esperan debajo del árbol ser desatados para sorpresa de cada miembro de nuestro hogar.
Lo que siempre marcará a nuestra familia, desde hace cinco años, es la ausencia de nuestro Padre Raimundo, pero el abrazo amoroso de nuestra madre, hermanos, hijos, nietos, sobrinos, cuñados y los más cercanos amigos y vecinos me reconfortarán siempre.
Es cierto que mucha de la tradición navideña se ha perdido con los años. Cómo no recordar el canto a nuestro niño Jesús con los villancicos, vestidos de pastorcitos cantando “Campana sobre campana, y sobre campana una, asómate a la ventana, verás el Niño en la cuna. Belén, campanas de Belén, que los Ángeles tocan qué nueva me traéis? Recogido tu rebaño a dónde vas pastorcillo? Voy a llevar al portal, requesón, manteca y vino...”.
Y aunque muchas familias seguiremos con las costumbres tradicionales de la fiesta navideña, muchos evocaremos a quienes ya no están con nosotros y no podremos evitar estar tristes la noche de Navidad. Sin embargo, que ello no impida sonreír por los que nos acompañan, por el amor y la lealtad de los que están en las buenas y las malas con nosotros, deseando a todos lo mejor de nuestros corazones.
Queridos lectores, la Navidad es un tiempo de amor y paz, un tiempo de perdón, de reflexión, de cambios, de avances, de luz, de magia, de unión; vivámosla con el corazón abierto, acojamos a todo el que necesite de nuestro amor, de nuestra comprensión, tengamos siempre un lugar de más en nuestra mesa, para el peregrino que solo esté y quiera cenar con nosotros; recibamos a todos con los brazos abiertos, es el mensaje de estos tiempos de evolución y cambios.
Vamos hacia el amor, y es con ese amor tan grande que hay que vivir estos días santos y llenos de luz. Mi deseo permanente es que todos los días sea Navidad, que Jesús día a día esté en nuestra mente y corazón.