NAVIDAD es y será por los siglos de los siglos especial para todos los seres humanos. Conmemoramos el nacimiento 2019 de Jesús, el Hijo de Dios, hecho hombre, que vino a salvarnos y a predicar la necesidad de fraternidad, verdad, libertad, perdón y amor de unos a los otros. Recordamos el advenimiento de un ser humano que predicó un mensaje extraordinario y que invitó a construir un mundo de solidaridad y justicia.
Para todos es una fecha que se disfruta en común, cerca de las personas que amamos, pero también debe ser un momento de reflexión acerca de la manera individual y colectiva en que vivimos el mensaje del Niño de Belén. Podríamos preguntarnos, por ejemplo, si el nuestro es un país en el que practicamos la solidaridad, en el que la verdad es un valor, aunque no nos guste oírla, si las libertades fundamentales son respetadas, si se practica el perdón de las ofensas, si la administración de justicia es autónoma y libre, si el amor fraterno es más fuerte que los odios y los rencores.
La respuesta, por cierto, es individual, pero indispensable para tener la medida de cuánto significa para nosotros, como pueblo, la Navidad.
Sigamos construyendo un programa de vida que permita honrar a nuestro Niño Jesús que vino a este mundo a salvarnos del pecado, que siendo hijo de Dios sufre y nos entrega su misericordia y perdón por amor.
Comparto en este especial e importante fecha para todos los cristianos lo que para el Papa Francisco significa Navidad, el nacimiento de Jesús, nuestro Niño Dios.
“En esta noche brilla una «luz grande» (Is 9,1); sobre nosotros resplandece la luz del nacimiento de Jesús. Qué actuales y ciertas son las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «Acreciste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,2). Nuestro corazón estaba ya lleno de alegría mientras esperaba este momento; ahora, ese sentimiento se ha incrementado hasta rebosar, porque la promesa se ha cumplido, por fin se ha realizado. El gozo y la alegría nos aseguran que el mensaje contenido en el misterio de esta noche viene verdaderamente de Dios. No hay lugar para la duda; dejémosla a los escépticos que, interrogando sólo a la razón, no encuentran nunca la verdad. No hay sitio para la indiferencia, que se apodera del corazón de quien no sabe querer, porque tiene miedo de perder algo. La tristeza es arrojada fuera, porque el Niño Jesús es el verdadero consolador del corazón.
Hoy ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia. El Salvador del mundo viene a compartir nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni abandonados. La Virgen nos ofrece a su Hijo como principio de vida nueva. La luz verdadera viene a iluminar nuestra existencia, recluida con frecuencia bajo la sombra del pecado. Hoy descubrimos nuevamente quiénes somos. En esta noche se nos muestra claro el camino a seguir para alcanzar la meta. Ahora tiene que cesar el miedo y el temor, porque la luz nos señala el camino hacia Belén. No podemos quedarnos inermes. No es justo que estemos parados. Tenemos que ir y ver a nuestro Salvador recostado en el pesebre. Este es el motivo del gozo y la alegría: este Niño «ha nacido para nosotros», «se nos ha dado», como anuncia Isaías (cf. 9,5). Al pueblo que desde hace dos mil diecinueve años recorre todos los caminos del mundo, para que todos los hombres compartan esta alegría, se le confía la misión de dar a conocer al «Príncipe de la paz» y ser entre las naciones su instrumento eficaz.
Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate perpetuo. De este Niño, que lleva grabados en su rostro los rasgos de la bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre, brota para todos nosotros sus discípulos, como enseña el apóstol Pablo, el compromiso de «renunciar a la impiedad» y a las riquezas del mundo, para vivir una vida «sobria, justa y piadosa» (Tt 2,12).
En una sociedad frecuentemente ebria de consumo y de placeres, de abundancia y de lujo, de apariencia y de narcisismo, Él nos llama a tener un comportamiento sobrio, es decir, sencillo, equilibrado, lineal, capaz de entender y vivir lo que es importante. En un mundo, a menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado, es necesario cultivar un fuerte sentido de la justicia, de la búsqueda y el poner en práctica la voluntad de Dios. Ante una cultura de la indiferencia, que con frecuencia termina por ser despiadada, nuestro estilo de vida ha de estar lleno de piedad, de empatía, de compasión, de misericordia, que extraemos cada día del pozo de la oración.
Que, al igual que el de los pastores de Belén, nuestros ojos se llenen de asombro y maravilla al contemplar en el Niño Jesús al Hijo de Dios. Y que, ante Él, brote de nuestros corazones la invocación: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 85,8)”.
Mucho por reflexionar, hagámoslo en familia.
Feliz Navidad queridos lectores de Expresión.