1919 fue un año clave en la historia peruana. El segundo gobierno de don José Pardo, el último de la etapa conocida como “República Aristocrática”, no fue tan positivo como el primero: la caja de Pandora abierta tras la crisis constitucional de 1914 se lo impidió: el desgaste del sistema de partidos existente, el descontento obrero y estudiantil, el malestar económico y social producto de la Primera Guerra Mundial, la inquietud en varios sectores del ejército. El gobierno había afrontado una huelga general que le había obligado a establecer la jornada de las ocho horas; casi simultáneamente estalló el conflicto universitario en aras de la reforma. En tales circunstancias, llegaba el momento de las elecciones presidenciales. En las elecciones de 1919, el expresidente Augusto B. Leguía fue el seguro ganador. Para muchos sectores, representaba una alternativa política distinta al civilismo. Pero voceando que quería escamoteársele el triunfo, Leguía dio un golpe de estado, con el apoyo de la gendarmería, la madrugada del 4 de julio de 1919, y al mediodía, Leguía juró la Presidencia ante el octogenario héroe de la Breña, el general Andrés A. Cáceres.
Con tal inicio brusco, comenzó un período de once años, que para bien y para mal, marcó el Perú contemporáneo: se recogió el nuevo constitucionalismo social, se legisló la cuestión indígena por primera vez en la historia republicana, se desarrolló un ambicioso programa de modernización, se expandió el Estado hacia un rol intervencionista y promotor, se pasó de la hegemonía británica a la norteamericana, se produjo una gran explosión cultural con la llamada “generación del Centenario”, surgieron ideologías políticas que marcarían el Perú del siglo XX. Y es que el régimen fue uno de contradicciones: autoritario y represor, Leguía prefería desterrar sin confiscar bienes a fusilar (los fusilamientos serían luego de su caída); aunque don Augusto fuera anglófilo, dejó de lado el capital británico por el norteamericano; arrebató a la oligarquía civilista su poder político, pero no afectó su poder económico; si bien cultivó oficialmente el indigenismo, y hasta daba discursos en quechua, contó con la colaboración de conocidos gamonales y toleró los abusos de la Conscripción Vial.
Leguía no era un ideólogo, era un pragmático. Su proyecto de “Patria Nueva” podría ser un acercamiento a la idea de la “República práctica” de Manuel Pardo, aunque esta última, tenía un sólido sustento doctrinal. El financista lambayecano estaba convencido que el progreso material sería la base de la estabilidad nacional y del desarrollo nacional, y para ello, se basó en una política polémica de empréstitos. Y para aumentar el crédito nacional, Leguía solucionó, de forma discutible en algunos casos, la mayor parte de nuestros problemas limítrofes. Pero su afán modernizador estuvo acompañado de una sistemática transgresión del orden constitucional. El éxito del régimen hizo resurgir la tradición latinoamericana de la adulación, llegando a límites extremos, superando el de los libertadores y caudillos anteriores. Tanta adulación no pudo menos que afectar a Leguía, y aunque él fuera honesto, varios de sus colaboradores, incluidos miembros de su familia, no lo fueron.
Pocos se le opusieron hasta el inicio de la Gran Depresión en 1929, tras la cual, el régimen no pudo mantener la lealtad de los militares, un talón de Aquiles que sería fatal en agosto de 1930. El final de Leguía, en medio de la pobreza y con cristiana resignación, después de ser derrocado y de haber vivido el infierno en las mazmorras del Panóptico, luego de un juicio en el que se le negaron las mínimas garantías procesales, no tiene paralelo en nuestra historia (ni siquiera en tiempos recientes) y lo dignifica al extremo. Basadre decía que el país debió tener a pesar de todo, un poco de piedad con él, por piedad consigo mismo. Al fin y al cabo, lo había dejado gobernar durante quince años, primero cuatro y luego once. Si había culpa en ello ¿de quién era, sobre todo?
Acostumbrados a ver al “oncenio” como un mero régimen personalista y autocrático, los recientes estudios desde distintas ópticas brindan nuevas luces sobre la gestión de aquel controvertido lambayecano que fue don Augusto B. Leguía, buscando reparar un vacío en nuestra historiografía, vacío que en la imagen colectiva ha transitado de extremos: del entreguista corrupto de la leyenda negra al mártir incomprendido de la leyenda rosa. A un siglo del inicio del Oncenio, Leguía debe ser visto con realismo, sin rencor, sin apasionamiento. Condición primordial para ello es el conocimiento de sus actos, buenos y malos; sin tal comprensión, cualquier opinión sería errónea y hasta injusta.