Agrupaciones no tienen autoridad moral para impulsar una vacancia por estar sumidas en una crisis de orden ético y moral, por graves cuestionamientos de corrupción de sus caudillos y por actuar de espaldas al pueblo. Pese a esta dura realidad, las organizaciones políticas son fundamentales para la vida democrática, porque garantizan el cumplimiento de derechos esenciales y el equilibrio de poderes. La aparición de “nuevos actores políticos” en cada proceso electoral, producto de la fragilidad del sistema de partidos, no logran consolidar la democracia sino más bien la debilita.
La clase política que gobierna actualmente el país está seriamente desprestigiada, carente de toda credibilidad ante la ciudadanía, por graves errores en que han incurrido los líderes de las principales agrupaciones políticas, por estar involucrados en hechos deplorables de corrupción o por sus vínculos con presuntas organizaciones mafiosas, que son materia de investigación por la justicia. El estado de podredumbre de estas instituciones no es de ahora, pero se ha acrecentado en los últimos cuarenta años, debido a que los dirigentes encargados de su conducción cedieron a las oscuras tentaciones del poder, y en otros casos quebraron sus principios e ideales. No hay que ser un politólogo o un analista para reconocer que el sistema de partidos en el Perú atraviesa una fuerte crisis en todo orden de cosas y que los caudillos no han sido capaces de cambiar esta mala percepción en el electorado. Una prueba de que esta problemática golpea con fuerza a los partidos es la fragilidad del sistema (aún no superada en el tiempo), pues cada vez que se convoca a elecciones aparecen “nuevos actores políticos”, quienes aprovechan estos resquicios que les pone en bandeja la debilitada partidocracia, para ganar espacio en el espectro político. El abogado José Herrera Jesús, sostiene que los partidos tradicionales han sido trastocados por el surgimiento de nuevas propuestas, que se han convertido en verdaderos protagonistas en estos primeros dos decenios del siglo XXI.
Durante la década del noventa, y luego tras la recuperación de la democracia, en 2001, salieron a la palestra agrupaciones personalistas y caudillistas, cuya continuidad estaba supeditada al carisma y trayectoria del líder. Si éste lograba su propósito de alcanzar el poder a través del voto popular, continuaba con su proyecto y podía consolidar una estructura partidaria a mediano plazo; pero si sus planes se frustraban desaparecía de la escena política al mismo tiempo que su novel organización (caso Perú Posible de Alejandro Toledo). Esto ponía en evidencia que a este nuevo actor político solo le interesaba llegar al poder para beneficiarse personalmente, y a su entorno más cercano, de todas las gollerías del Estado (pagos millonarios -coimas- a cambio de contratos de obras públicas), y a las que la clase política tradicional y no tradicional ha estado mal acostumbrada, desde expresidentes, exministros y altos funcionarios. Esta situación en lugar de fortalecer a la institucionalidad democrática ha terminado por desgastarla, porque estos dizque políticos muchas veces son aves de paso (forman partidos solo por la coyuntura y amparados en su poder económico), pues al no lograr su gran objetivo -la Presidencia- se esfuman del escenario político, y en otros casos terminan reciclándose en otras organizaciones o se convierten en indeseables tránsfugas. La ley de Partidos Políticos N° 28094, al parecer no ha sido la solución para el fortalecimiento de estas sociedades.
Realidad lo evidencia
Esta crisis que atraviesa la clase dirigente se refleja en una reciente encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), que revela que los excandidatos presidenciales César Acuña Peralta, Keiko Fujimori y Rafael López Aliaga son los líderes políticos que tienen más imagen negativa en la actualidad. Así, un 71% de los peruanos tiene una imagen negativa de Acuña, presidente del partido Alianza Para el Progreso (APP), una de las principales fuerzas políticas en el Congreso. Un 69% de ciudadanos tiene imagen negativa de Fujimori, presidenta de Fuerza Popular, que tiene la segunda bancada más nutrida en el Legislativo. Mientras que un 64% de los entrevistados tiene percepción negativa sobre López Aliaga, cabeza del partido Renovación Popular, sexta fuerza política en el Parlamento. Le siguen en estas percepciones negativas George Forsyth, Daniel Urresti y Verónika Mendoza, todos con 56%; Hernando de Soto con 54%; y Yonhy Lescano con 52%. Este rechazo hacia los principales representantes de la clase política nacional, no hace más que evidenciar que los partidos siguen sumidos en una crisis de orden ético y moral, que siguen actuando de espaldas a la realidad nacional y no son capaces de sensibilizarse con justas demandas postergadas por años, como mejorar el precario sistema de salud pública o el acceso a una educación de calidad. Lamentablemente esta es la clase política que hoy nos gobierna desde el Ejecutivo y Legislativo, y que con el pretexto de representar al pueblo aprueban leyes controvertidas, intrascendentes, con nombre propio, para favorecer a grupos de poder o a sus círculos de amigos.
Los partidos políticos son esenciales para la vida en democracia, ambos coexisten y son necesarios para garantizar derechos fundamentales como el acceso a la justicia, a la libertad de expresión, el equilibrio de poderes, a una participación ciudadana activa. Como decía el premio Nobel de Literatura, 1990, Octavio Paz: “Sin libertad, la democracia es despotismo, sin democracia la libertad es una quimera”. Por ello, una crisis del sistema de partidos conlleva a que se afecte gravemente la institucionalidad democrática, la independencia de poderes y se da paso a la impunidad, sino veamos lo que pasó en la década del 90 durante la dictadura de Fujimori y Montesinos, donde agrupaciones tradicionales como el Apra, Acción Popular, el PPC y movimientos de izquierda, prácticamente fueron borrados del escenario electoral (nuevamente ganaron protagonismo cuando la democracia regresó al país, en 2001). Esta inconsistencia del sistema da pie al surgimiento de nuevas organizaciones políticas -bajo la denominación de independientes-, que buscan alcanzar el poder sin tener, por ejemplo, una sólida estructura organizacional y bases debidamente formadas a nivel nacional. Así nació el fujimorismo en 1990, no encontró mejor circunstancia que el repudio general a los partidos tradicionales, producto del desprestigio en que habían caído sus máximos dirigentes por groseros yerros y ambiciones desmesuradas. La democracia fue trastocada en sus más profundos cimientos al no haber un sistema de partidos fortalecido, pues las entidades públicas rectoras en el país estaban sojuzgadas al régimen de turno.
De espaldas al pueblo
Esta es la clase política que hoy pretende vacar al presidente Pedro Castillo, con líderes magullados y desprestigiados por sus propias torpezas, que no saben interpretar el sentir del pueblo y solo gobiernan para satisfacer intereses mezquinos. Si bien el mandatario tiene desaciertos clamorosos desde el punto de vista político y de manejo de su administración, que bien podrían costarle la Presidencia; pero del otro lado, desde el Congreso de la República, además de no tener los votos necesarios para impulsar una vacancia, tampoco tienen la autoridad moral para ello, porque legislan de espaldas a ese pueblo que dicen representar, aprobando leyes que solo generan el rechazo de la ciudadanía, que mira con estupor cómo buscan traerse abajo a la Sunedu y todo lo avanzado en defensa de la calidad universitaria, o el hecho de limitar la cuestión de confianza por parte del Ejecutivo, rompiendo el equilibrio de poderes. Lo que queda claro es que a siete meses de las elecciones, todavía hay bancadas de la derecha conservadora -Renovación Popular, Fuerza Popular y Avanza País- que aún no superan la victoria de Castillo y siguen pensando que hubo fraude.
Pero también hay un sector del Congreso que no soporta la presencia del profesor en Palacio de Gobierno (claro, hubieran preferido a Keiko Fujimori para seguir usufructuando del establishment), y una de ellas es la déspota y prepotente presidenta del Parlamento, María del Carmen Alva, quien no es ninguna garantía de tolerancia, ecuanimidad y ponderación para ceñirse la banda presidencial si Castillo es vacado. Por una cuestión de decoro y amor propio, y en aras de la equidad, Alva y Castillo deberían dar un paso al costado y convocar a nuevas elecciones. Lamentablemente esta clase política sigue activa y vigente, porque la propia ciudadanía se lo permite en cada proceso electoral al elegir a tanto impresentable, que sin tener los pergaminos ni el expertiz necesario acceden a un escaño del Congreso, solo por el hecho de llevar el logo de un partido. Falta mayor civismo, identidad, inteligencia y madurez del electorado, para evitar que personas sin mayor preparación accedan a cargos públicos de tanta importancia. Ya vienen los comicios regionales y municipales, y esa será una prueba de fuego para medir nuestra responsabilidad cívica como electores.
(*) Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Primer Vicedecano Colegio de Periodistas de La Libertad.