Desde siempre el peruano ha sido general después de la batalla, entrenador frente al televisor y un significativo porcentaje en la encuesta de lo que realmente no quiere. ¿Cómo entender que –pese a tener muy bien definida sus prioridades- siempre opta por lo que no necesita con inmediatez? ¿Por qué se allana sin dudas (aunque con murmuraciones) al cronograma de obligaciones bancarias o financieras y no al proyecto de vida del país o de la ciudad que habita? Cosa extraña la que debe pasar por la cabeza del peruano y que bien se podría definir como un síndrome de ‘predesesperanza’, una postergación que se hace colectiva, tan importante como la necesidad de respirar.
En el Perú siempre hubo dinero. Capital que no ha sido, es ni será bien administrado por diferentes motivos; entre ellos, los que se disfrazan de ‘decisiones políticas’, que se enmascaran en ‘planes de gobierno’ y se untan en comparsa de la inexorable burocracia que, a su vez, está vestida con flecos de descentralización. Siempre hubo dinero. Nunca ha habido un buen deseo de invertirlo bien y establecer control eficiente de su uso para que el fin se logre, se consiga y –por cierto- sirva. ¿Un ejemplo? Las redes de agua, alcantarillado y los sistemas de drenaje pluvial, sabiendo que tenemos fenómenos climáticos que históricamente nos afecta.
¿Y qué se puede hacer desde Lambayeque para cortar ese cordón sin que la cirugía cause el trauma de la separación? ¿Un ‘Plan Concertado’? ¿Ejes de desarrollo? ¡Todo se ha hecho cáncer en la memoria! Si revisáramos agenda, cada punto tendría 90 años entre reglones; cada cual vendría con varios tomos de sus expedientes judiciales, los que incluirían la personalísima historia de quienes se enfundaron en el papel de autoridades tras los melodramas de las continuos procesos electorales. Ya nada nos podría sorprender, máxime tras el escándalo en el que Odebrecht ha sumido a nuestra clase política y al catálogo de funcionarios a través de los últimos gobiernos y de la administración pública al interior del país.
Duele reconocer que Lambayeque va, como canta el tango, cuesta abajo en la rodada. Su sistema público es decadente. La categoría de ‘funcionarios fusibles’ se ha convertido en un mágico conjuro cuando asaltan problemas, cuestionamientos, escándalos, denuncias y demandas; y, en contraparte, se ventila respaldos políticos a quienes deberían tener un ejército de abogados para atender el llamado de la justicia por los ‘errores’ cometidos. Hacen cielo del suelo.
La ausencia de sinceridad sigue envenenando a las gestiones gubernamentales, pero más el criterio y la opinión. Para muestra, la impresentable ‘avenida Chiclayo’ que une las vías a Ferreñafe y Lambayeque y cruza todo el distrito leonardino. ¿Quién sería lo suficientemente sincero para asumir la responsabilidad de tamaña calamidad con sobrenombre de ‘obra’? Cuando ocurra, estaremos frente a –literalmente- un nuevo amanecer… Hoy marcho con carteles que gritan: ¡No más asesinatos con los índices de los políticos y de la ‘opinión pública’! ¡No más ‘cultura de la justificación’! ¡No más releer el ABC del “yo no sé ni me interesa”!
A todo lo malo que desayunamos, almorzamos y cenamos, se suma –como postre- la resaca de la corrupción en el país y a la reciente letanía de que las autoridades, empresarios y delincuentes terminan siendo casi lo mismo. En el Perú se respira política contaminada, campañas políticas contaminadas, candidatos contaminados; y es que Alberto Fujimori tiene la llave del candado en la puerta de la habitación donde se atesoró lo bueno, lo malo y lo feo de la vida política del Perú. En Lambayeque se puede ver ese reflejo en los trozos de espejo que se rompió desde la salita del SIN con Montesinos y su videocámara. Han pasado 37 años desde que la democracia ‘retornó’ al Perú y poco o nada se ha hecho para mejorar el rumbo. Todo lo vivido se enreda en la vida de un grupo de políticos y sus partidos, mezclados con los que se hicieron políticos e hicieron partidos.
La teoría de un plan legal o con fuerza legislativa en el tiempo para obras de más de cuatro años en gobiernos regionales o locales, cobra vigencia. Y es que el 99,9% está cansado de las declaraciones de ‘necesidad pública’ de los grandes proyectos que necesita de las manos –y sobre todo de las uñas- de quienes habitan en los ministerios comprometidos.
Urge respetar la ejecución de los proyectos que no solo estén en un ‘plan de gobierno’ sino que entren en lo lógico y natural de su realización, con una rigurosa supervisión técnica y exagerado control de los tiempos y los gastos. Las instituciones tendrían que contar con funcionarios (técnicos) no de confianza sino que hayan ganado su plaza en un ‘verdadero’ concurso público para rechazar las presiones políticas y los acomodos. Así la cosa podría marchar mejor.
Si la administración pública no se perfecciona y las itinerantes autoridades no se comprometen en el más sublime de sus intereses políticos, que debería ser “pasar a la historia” por algo realmente positivo, seguiremos siendo abono en el desierto para generar más espejismos; y entre tanto, la mentira avanza hasta que la verdad que la debe detener está jugando a las escondidas entre los discursos, los planes de gobierno y, acaso, en el último segundo de la decisión para emitir el voto, teniendo un concierto de mensajes periodísticos, más que publicitarios, como tonadita del silbido que acompaña el camino del votante a la ‘cámara secreta’ para el sufragio. Sí, los periodistas y el periodismo tienen amarrado el brazo impidiendo que el puño golpee el pecho como percusión a ritmo de mea culpa.
Sobre la lección aprendida, solo basta empezar a meternos bien en la cabeza que después de cualquier elección, nuestro hígado merece una vida mejor. Ya no deberíamos tener ‘derecho a quejarnos’.