Hace casi medio siglo, en 1967, el general Felipe de la Barra publicó “Objetivo: Palacio de Gobierno”. En esta obra, se hace una sistemática narración de los golpes y cuartelazos de los que fueron víctimas los habitantes del inmueble de Palacio de Gobierno, desde 1541 con el asesinato del marqués gobernador Francisco Pizarro, su fundador y primer residente, hasta el primer golpe institucional, hecho contra Manuel Prado en 1962. Obviamente, no recogió los eventos que el destino deparaba al Perú: el golpe del general Velasco en 1968, el pronunciamiento de Morales Bermúdez en 1975 y el autogolpe del presidente Fujimori en 1992. La historia nos muestra que en nuestro país, al igual que en América Latina, la tendencia golpista ha sido constante, a tal punto que en 1948, ante la noticia de la “Revolución Restauradora” del general Odría contra el íntegro presidente Bustamante, el poeta Martín Adán soltó el célebre “el Perú ha vuelto a la normalidad”. El libreto ha sido casi siempre el mismo: una situación supuestamente insoportable, un gobierno desprestigiado e incapaz para resolver los problemas del país o uno despótico y opresor con las libertades cívicas, una respuesta mesiánica junto a promesas (mayormente incumplidas) de un país mejor.
Hablando jurídicamente, el artículo 45° de la Constitución afirma que “Ninguna persona, organización, Fuerza Armada, Policía Nacional o sector de la población puede arrogarse el ejercicio de ese poder. Hacerlo constituye rebelión o sedición”, estos dos últimos, considerados delitos políticos tipificados en los artículos 346° y 347° del Código Penal vigente. Pero ¿cómo responder ante tal posibilidad? La Constitución en su artículo 46°, afirma que “Nadie debe obediencia a un gobierno usurpador, ni a quienes asumen funciones públicas en violación de la Constitución y de las leyes”, reconociendo a la población civil el derecho de insurgencia “en defensa del orden constitucional”. Este derecho, introducido por la Constitución de 1979, no ha sido aún invocado, debido a que su efecto práctico sólo puede verse cuando el régimen usurpador abandona el poder; en los demás casos, la fuerza material detentada por los usurpadores haría que su acto permanezca impune.
La semana pasada, el Ejército decretó una orden de inamovilidad absoluta a fin de verificar el armamento de guerra, habida cuenta del uso de granadas de guerra por parte de grupos delincuenciales. La noticia despertó rumores sobre la posibilidad de un golpe de estado, y al día siguiente, varios amigos me confesaron haber esperado las noticias con calma ante lo inevitable. Los rumores no quedaron allí, ya que el pasado fin de semana, el director de un conocido medio nacional publicó un editorial, en base a la información de un alto mando castrense, donde afirmó la existencia de hasta tres grupos con intenciones de quebrar el orden constitucional: uno vinculado al presidente Humala, deseoso de salvar a su esposa del vendaval de acusaciones desatadas con la publicación de agendas; otro esperanzado en la liberación del incómodo hermano del presidente, Antauro Humala; y otro más, buscando dar un golpe preventivo ante la situación incierta al 2016.
En las siguientes horas, surgieron distintas reacciones condenando la posibilidad. Incluso el congresista Abugattás reconoció que existió una reunión de oficiales, pero tratando otro tema. El presidente del Congreso, Luis Iberico, reconociendo el enrarecimiento de la situación política nacional con tantas denuncias y ataques ad portas de las elecciones de 2016, recomendó al gobierno tranquilizar al país frente a estos rumores, pidiendo reiniciar el diálogo con las fuerzas de oposición. Y el asesor presidencial Wilfredo Pedraza calificó el rumor como una “barbaridad para generar inestabilidad en el país”.
Al margen de estos rumores, lo innegable es la erosión de la institucionalidad peruana. Nunca hemos sido un país muy dado a las ideas democráticas, pero el desprestigio de nuestras instituciones, su ineficacia en responder a los desafíos por parte de la delincuencia, la corrupción y la situación económica, y el lastimoso hecho que tengamos que elegir al menos malo de los candidatos este 2016, siempre generará un eficaz caldo de cultivo, si no para un golpe, si para la aparición de demagogos capaces de capitalizar el descontento y derribar la precaria democracia peruana. Los siguientes meses serán testigos de la reacción del gobierno y de la ciudadanía frente a tal riesgo.
P.S. Al momento de cerrar este artículo, hemos visto indignados la conferencia de prensa donde el ministro de Defensa confirmó las sospechas de la mayoría: que las granadas de guerra utilizadas en los recientes actos delincuenciales, provenían de los institutos armados. ¿La actitud de estos malos militares y policías implicados en este criminal negocio debería considerarse traición a la Patria?